¿Por qué la cruz?

¿Por qué la cruz? Jesús, en el Evangelio, nos habla de la necesidad de tomar la propia cruz. Pero ¿cómo hacer comprender esta palabra a una sociedad, como la nuestra, que opone el placer?

P. Raniero Cantalamessa, ofmcap Fuente: caminocatolico.com

«No se trata de ir en busca del sufrimiento, sino de acoger con ánimo nuevo el que hay en la vida. Podemos comportarnos con la cruz como la vela con el viento. Si lo toma por el lado adecuado, el viento la hincha e impulsa la barca por las olas; si en cambio la vela se atraviesa, el viento parte el mástil y vuelca todo. Bien tomada, la cruz nos conduce; mal tomada, nos aplasta»

En esta vida, placer y dolor se suceden con la misma regularidad con la que a la elevación de una ola en el mar le sigue una depresión y un vacío capaz de succionar a quien intenta alcanzar la orilla.

El hombre busca desesperadamente separar a esta especie de hermanos siameses, de aislar el placer del dolor. A veces se hace ilusiones de haberlo logrado, pero por poco tiempo. El dolor está ahí, como una bebida embriagadora que, con el tiempo, se transforma en veneno.

Es el mismo placer desordenado que se retuerce contra nosotros y se transforma en sufrimiento.

Y esto, o improvisamente y trágicamente, o un poco cada vez, en cuanto que no dura mucho y genera hartura y hastío. Es una lección que nos viene de la crónica diaria, si la sabemos leer, y que el hombre ha representado en mil formas en su arte y en su literatura. «Un no sé qué de amargo surge de lo íntimo de cada placer y nos angustia incluso en medio de las delicias», escribió el poeta pagano Lucrezio.

El placer en sí mismo es engañoso porque promete lo que no puede dar.

Antes de ser saboreado, parece ofrecerte el infinito y la eternidad; pero, una vez que ha pasado, te encuentras con nada en la mano.

La Iglesia dice tener una respuesta a este que es el verdadero drama de la existencia humana. Ha habido, desde el inicio, una elección del hombre, hecha posible por su libertad, que le ha llevado a orientar exclusivamente hacia las cosas visibles ese deseo y esa capacidad de gozo de la que había sido dotado para que aspirara a gozar del bien infinito que es Dios. Al placer, elegido contra la ley de Dios y simbolizado por Adán y Eva que prueban del fruto prohibido, Dios ha permitido que le siguieran el dolor y la muerte, más como remedio que como castigo. Para que no ocurriera que, siguiendo a rienda suelta su egoísmo y su instinto, el hombre se destruyera del todo a sí mismo y a su prójimo. (¡Hoy, con la droga y las consecuencias de ciertos desórdenes sexuales, vemos cómo es posible destruir la propia vida por el placer de un instante!). Así al placer vemos que se le adhiere, como su sombra, el sufrimiento.

Cristo por fin ha roto esta cadena. Él, «en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz» (Hb 12,2).

Hizo, en resumen, lo contrario de lo que hizo Adán y de lo que hace cada hombre. Resurgiendo de la muerte, Él inauguró un nuevo tipo de placer: el que no precede al dolor, como su causa, sino que le sigue como su fruto; el que halla en la cruz su fuente y su esperanza de no acabar ni siquiera con la muerte.

Y no sólo el placer puramente espiritual, sino todo placer honesto, también el que el hombre y la mujer experimentan en el don recíproco, en la generación de la vida y al ver crecer a los propios hijos o nietos, el placer del arte y de la creatividad, de la belleza, de la amistad, del trabajo felizmente llevado a término. Todo gozo. La diferencia esencial es que es el placer en este caso, no el sufrimiento, el que tiene la última palabra.

¿Qué hacer entonces? No se trata de ir en busca del sufrimiento, sino de acoger con ánimo nuevo el que hay en la vida. Podemos comportarnos con la cruz como la vela con el viento. Si lo toma por el lado adecuado, el viento la hincha e impulsa la barca por las olas; si en cambio la vela se atraviesa, el viento parte el mástil y vuelca todo. Bien tomada, la cruz nos conduce; mal tomada, nos aplasta.

OREMOS

Fuente: agustinasmisioneras.net

Me pongo en tus manos

Padre,
Me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras;
sea lo que sea, te doy las gracias.

Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que tu voluntad
se cumpla en mí y en todas sus criaturas,
no deseo nada más, Padre.

Te confío mi alma,
te la doy
con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo
y necesito darme,
ponerme en tus manos
sin medida,
con una infinita confianza,
porque tú eres mi Padre.

(Charles de Foucauld)

Que te busque… que te ame


Señor, Dios mío, única esperanza mía,
haz que cansado nunca deje de buscarte,
sino que busque tu rostro siempre con ardor.

Dame la fuerza de buscar,
tú que te has dejado encontrar,
y me has dado la esperanza de encontrarte siempre nuevo.

Ante ti están mi fuerza y mi debilidad:
conserva aquélla, ésta sánala.
Ante ti están mi ciencia y mi ignorancia;
allí donde me has abierto, acógeme al cruzar el umbral;
allí donde me has cerrado, ábreme cuando llamo.

Haz que me acuerde de ti,
que te entienda, que te ame.
Amén

San Agustín

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Luis Alberto Sánchez S.

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