El 20 de septiembre de 1918, hace 102 años, el Santo Padre Pío de Pietrelcina recibió los estigmas de Cristo.
Fuente: Facebook ‘Hijo espiritual del Padre Pío’
El relato de la aparición de los estigmas lo hizo el mismo Padre Pío dos años después, en 1921, y está contenido en un libro escrito por el italiano Francesco Castelli titulado “El Padre Pío bajo interrogatorio: La autobiografía secreta”.
«El 20 de septiembre de 1918 luego de la celebración de la Misa mientras estaba en el debido agradecimiento en el Coro repentinamente fui preso de un temblor, luego me llegó la calma y vi a Nuestro Señor en la actitud de quien está en la cruz, pero no vi si tenía la cruz, lamentándose de la mala correspondencia de los hombres, especialmente de los consagrados a Él que son sus favoritos».

En esto, continuó el Padre Pío «se manifestaba que Él sufría y deseaba asociar las almas a su Pasión. Me invitaba a compenetrarme en sus dolores y a meditarlos: y al mismo tiempo ocuparme de la salud de los hermanos. En seguida me sentí lleno de compasión por los dolores del Señor y le pregunté qué podía hacer. Oí esta voz: ‘te asocio a mi Pasión’. Y en seguida, desaparecida la visión, he vuelto en mí, en razón, y vi estos signos de los que salía sangre. No los tenía antes».
El relato del Padre Pío se dio en respuesta a algunas de las 142 preguntas que le hizo Mons. Carlo Raffaelle Rossi en 1921 por encargo del Santo Oficio, un dicasterio vaticano que años después se convertiría en la actual Congregación para la Doctrina de la Fe.
Mons. Rossi, explica Castelli, también examinó cada una de las heridas del Padre Pío y le iba preguntando algunos detalles.
El Obispo, que años después se convertiría en cardenal, pudo apreciar cómo la llaga del costado, por ejemplo, «cambiaba frecuentemente de aspecto y en ese momento había asumido una forma triangular, nunca observada antes. Sobre las llagas el Padre Pío me daba respuestas precisas y detalladas explicando además que las llagas de los pies y del costado tenían un aspecto iridiscente».

Tras el examen, el Prelado escribió que “los estigmas en cuestión no son ni obra del demonio ni un grueso engaño, ni un fraude, ni un arte malicioso o malvado; menos producto de la sugestión externa, ni tampoco las considero efecto de sugestión».
La investigación de Mons. Rossi comenzó el 14 de junio de 1921 y duró ocho días, tras lo cual pudo comprobar que los elementos distintivos «de los verdaderos estigmas se encontrarían en los del Padre Pío».
Además el Prelado pudo oler un perfume especial que emanaban las heridas, hecho que ayudaba a comprobar el hecho como cierto.
Mons. Rossi escribió también que el Padre Pío era muy gentil; muy amado por sus superiores por ser «gran ejemplo y no murmurador»; dedicaba entre 10 y 12 horas al día a confesar y celebraba Misa «con extraordinaria devoción».
Los estigmas
Los estigmas son las llagas que Cristo sufrió en la crucifixión: dos en los pies, dos en las manos y una en el costado; que han aparecido en algunos místicos.

Si bien los estigmas son heridas, el punto de vista médico difiere con esta definición ya que no cicatrizan, ni siquiera cuando son curados; no se infectan ni se descomponen, no degeneran en necrosis, no tienen mal olor, y sangran constante y profusamente.
Los estigmas, además, son la reproducción exacta de las llagas de Jesús, según los estudios de la Sábana Santa o Síndone que según la tradición habría envuelto el cuerpo de Cristo.
Para reconocer los estigmas como válidos o reales, la Iglesia exige algunas condiciones precisas: deben aparecer todos al mismo tiempo, deben provocar una importante modificación en los tejidos, deben mantenerse inalterados y deben carecer de infecciones o cicatrización.

Padre Pío los llevó impresos en su cuerpo por más de 50 años, los cuales le hacían sufrir mucho, constantemente sangraban, era capaz de llenar un vaso completo, pero nunca se infectaron, y emanaba un aroma a rosas, pese a la cantidad de sangre que derramaba diariamente, no murió desangrado, esto es lo que a muchos les impactaba, en varias fotografías se les ve claramente la marca y la sangre que brotaba de ellos, santas manos y preciosas llagas que tanto bien hicieron a muchas almas y que hoy continúan haciéndolo.
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La oculta y dolorosa llaga del Padre Pío que sólo reveló a un joven Wojtyla, futuro Juan Pablo II
Fuente: religionenlibertad.com
Lo cuenta fray Modestino de Pietrelcina, amigo e hijo espiritual del santo de los estigmas
El Padre Pío es uno de los santos más conocidos y queridos del siglo XX. Sus estigmas, su carisma y el ejemplo de su vida han ayudado a muchos. Y muchos han sido también los milagros que ha realizado. Y aunque se sabe mucho del santo de Pietrelcina aún siguen conociéndose nuevos detalles como el de la llaga más dolorosa y que nadie conocía excepto el que más tarde fuera el Papa Juan Pablo II.
En un reportaje en Aleteia, se recoge el testimonio de fray Modestino de Pietrelcina, amigo e hijo espiritual del santo de los estigmas, en el que habla de esta llaga oculta:
San Pío de Pietrelcina ha sido uno de los santos que ha tenido en su cuerpo los signos visibles y tangibles de la Pasión de Cristo, y sufrió también los mismos atroces dolores que sufrió Jesús y que había revelado directamente Jesús a San Bernardo sobre la presencia de una dolorosísima y desconocida llaga en su hombro.
Un nuevo y desconcertante descubrimiento sobre los dolores en la espalda sufridos por el Padre Pío la hizo tras su muerte uno de sus amigos más queridos e hijo espiritual, fray Modestino de Pietrelcina.
Este fraile era paisano suyo le ayudaba en algunas ocupaciones domésticas y lo advirtió. El santo le dijo un día que uno de los grandes dolores que sentía era cuando tenía que cambiarse la camiseta. Fray Modestino no comprendió lo que había detrás de aquella frase, pensando que se trataba del dolor que sentía cuando tenía que quitarse la tela del contacto con la herida del costado. Se dio cuenta después de tres años, cuando ponía en orden los vestidos del difunto, el 4 de febrero de 1971.
Las marcas en la ropa del santo
El padre guardián le encargó que recogiera todo lo que había pertenecido a Padre Pío y lo sellara en bolsitas. Se dio cuenta de que en la camiseta había una gran mancha a la altura del hombro derecho, cerca de la clavícula. La mancha tenía un diámetro de unos diez centímetros (más o menos el que se nota en la Sábana Santa). Al quitarse la camiseta, el dolor debía ser tremendo si la llaga estaba en carne viva.
“Informé en seguida de este descubrimiento al padre superior – recuerda fray Modestino – quien me dijo que escribiera un breve informe. También el padre Pellegrino Funicelli, que durante años había asistido al Padre Pío, me confió que, al ayudar muchas veces al Padre a cambiarse la camiseta de lana que llevaba, notaba siempre, en unas veces en el hombro derecho y otras en el izquierdo, una equimosis circular”.
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Wojtyla, confidente
De esa llaga nadie supo nada nunca. Sólo lo supo el futuro Papa Juan Pablo II, y si el santo fraile sólo se lo reveló a él, debía haber alguna razón particular.
En el libro L’autobiografia segreta, de Francesco Castelli, historiador, postulador de la causa de beatificación de Karol Wojtyla y profesor de Historia de la Iglesia moderna y contemporánea en el ISSR “R. Guardini” de Taranto, cuenta que el cardenal Andrzej Maria Deskur, en una entrevista, se refirió a un encuentro en San Giovanni Rotondo, en abril de 1948, entre el entonces sacerdote Karol Wojtyla y el fraile estigmatizado. Fue entonces cuando el fraile le comunicó la existencia de la “llaga más dolorosa”.
Una revelación
Fray Modestino afirmó haber tenido una revelación del propio Padre Pío después de su muerte. “Una noche, antes de dormir, le hice una petición en la oración: ‘Querido Padre, si realmente tenías esa llaga, dame una señal’. Me dormí. Pero, exactamente a la una y cinco minutos de esa noche, mientras dormía tranquilamente, un dolor agudo y repentino en el hombro me hizo despertar. Era como si alguien, con un cuchillo, me hubiera descarnado el hueso de la clavícula. Si ese dolor hubiese durado unos minutos más, creo que habría muerto. Al mismo tiempo, oí una voz que me decía: ‘¡Así he sufrido yo!’. Un intenso perfume me envolvió y llenó toda mi celda. Sentí el corazón desbordante de amor a Dios. Sentí una extraña sensación: ser privado de ese sufrimiento insoportable me era aún más penoso. El cuerpo quería rechazarla pero el alma, inexplicablemente, la deseaba. Era dolorosísima y dulce a la vez. ¡Por fin lo había comprendido!”.
