Vida del Glorioso Patriarca San José Esposo purísimo de la Gran Madre de Dios y Padre Adoptivo de Jesús, manifestado por Jesucristo a la Hna. Cecilia Baij en revelación. Año 1736.
CAPÍTULO XXI Tomo 3
Después que nuestro José realizara todos los actos convenientes con la Divina Madre y el Verbo Encarnado, y después de haberse ocupado en varias conversaciones con su esposa sobre el misterio de la Encarnación, decidieron el modo con el cual debían tratarse entre ellos, y fue el mismo modo con que se trataban en el pasado, y la Divina Madre se contentó de que su esposo José adorara al Verbo Divino en su seno virginal, y esto lo hiciera cada vez que le hubiese -agradado.

San José también se alegra con esto, porque conoció que esa era la Voluntad Divina, por lo cual todo feliz y contento, nuestro José dio gracias a Dios y luego a su divina esposa.
El afortunado José se iba a trabajar, estando siempre con el pensamiento fijo en su Dios Humanado, y amándolo ardientemente con el corazón. El Santo no podía sustraerse al deseo de adorar a su Dios; y a menudo se iba con impulso amoroso a ver a la Divina Madre, donde enseguida de rodillas adoraba a su Dios y se encendía totalmente en su amor.
Después de haber hecho algún acto de adoración, a veces se iba en silencio hacia su trabajo, y esto lo hacía cuando conocía que la Divina Madre estaba en éxtasis, para no molestarla se iba con todo cuidado. Otras veces al encontrarla ocupada en los trabajos y otros quehaceres de la casa, se quedaba en algún breve coloquio de alabanza a su Dios. Muchos eran los efectos que el afortunado José experimentaba en estas visitas y muchas veces quedaba extasiado cuando veía claramente al Verbo Encarnado en el seno virginal de la Divina Madre, y allí lo adoraba y todo se entregaba a Él, y era mirado por el Divino Infante con gran Amor.
Al volver del éxtasis, todo se lo manifestaba a la Divina Madre, hasta el semblante del rostro que en El había visto mientras estaba tan elevado en espíritu, y le decía:
-«¡0h esposa mía Santísima, que bello, que tierno, que gracioso y amable es nuestro Dios Humanado!, estoy seguro que solamente su belleza hará gozar un Paraíso de dicha a nuestro corazón y que atraerá a sí los corazones de todas las criaturas como un dulce imán. Y ¿quién podrá pues resistir a su Amor? ¿Y quién podrá detenerse y no venir a adorarlo, mientras su belleza es tanta y tan grande que arrebata el corazón solamente al pensarlo? ¿Qué será luego poder gozarla abiertamente y tratar con Él de una ‘forma confidencial?; ¡Oh, dichosos de nosotros!; ¡Oh, afortunados de nosotros!, que tendremos la suerte de verlo siempre entre nosotros y de tratarnos familiarmente!; ¡Oh!, los mismos Ángeles envidiarán nuestra dichosa suerte! ¡Oh, ¡dichosos de nosotros!; ¡Oh, afortunados de nosotros!» -.
Y al decir esto derramaba lágrimas de dulzura, y la Divina Madre componía nuevos cánticos de alabanza al Verbo Divino y cantaba dulcemente; y entonces el afortunado José caía en éxtasis por la dulzura, tanto del canto, como de las palabras admirables que la Divina Madre componía. Al volver luego del éxtasis agradecía a su Dios por las Gracias que participaba a la Divina Madre.

Luego cada vez que el afortunado José iba al trabajo, o salía de casa para proveer el alimento necesario o algo concerniente a su trabajo, siempre se inclinaba ante el Verbo Encarnado, pidiéndole su asistencia y su bendición, quien se la daba abundantemente. El humilde José hubiese querido la bendición también de su esposa, pero porque Ella era tan humilde, no se la pedía para no causarle pena; sin embargo, tenía la intención de pedírsela también a Ella cuando se la pedía a su Dios, y así se quedaba feliz.
Se sentía luego destrozar el corazón al pensar en la gran pobreza en que estaba y en no poder dar a su esposa lo que él deseaba, no solamente de servirla en todo, sino hubiese querido proveerla de los alimentos convenientes a su estado y a menudo le decía:
-«¡0h esposa mía!, cuánta pena sufre mi corazón por no tener para comprar eso que yo sé que es necesario para vuestro sustento, y por mi pobreza me toca proveeros solamente de unos despreciables alimentos; así a nuestro Dios que es dueño de toda la creación le toca tomar de vos el alimento tan pobre y sin sustancia alguna, y por ello sentirá gran sufrimiento»-.
A estas palabras la Divina Madre sonreía, y animaba a su José diciéndole que no se preocupara de ello, porque su Divino Hijo así lo quería y de ello estaba contento; que si hubiese querido de otra manera no le hubiese faltado la forma de darle la posibilidad de poderlo hacer, y así nuestro José se tranquilizaba.
A veces entraban en conversación acerca de cómo vivirla el Redentor y cuánto sufriría al estar con ellos en la pobreza en que se encontraban, y en estos coloquios a menudo derramaban lágrimas, considerando como el dueño del universo tendría que someterse a tanta pobreza.
A veces la Divina Madre le iba manifestando algún paso de la Escritura y de los Salmos de David, donde están explicados los sufrimientos que el Divino Redentor sufriría para redimir al mundo y la dolorosa Pasión que sufriría. La Divina Madre le decía esto con gran reserva, sin manifestarle todo para no verlo sufrir mucho, porque al oír estas palabras nuestro José se desmayaba por el dolor y lloraba amargamente.
La Divina Madre le iba manifestando de vez en cuando estas cosas, porque sabía que era Voluntad de su Dios, queriendo que su José sufriera algunas amarguras también en medio de los muchos consuelos y que no estuviera sin sufrir penas, para acrecentar en el él mérito que se adquiere al sufrir. Por lo cual nuestro José se iba siempre más enriqueciendo de méritos y de Gracias mientras mucho compadecía al Divino Redentor en sus penas, aunque no hubiese todavía salido a la luz, y obtuvo el mérito de sufrir junto con los sufrimientos del Redentor, aunque no se encontrara presente en su Pasión, y por todo el tiempo de su vida se done y se compadeció de sus penas atroces, como se irá diciendo a lo largo de esta historia.

A veces, mientras nuestro José se quedaba en santas conversaciones con la Divina Madre, era iluminado por Dios y claramente conocía como el Verbo Encarnado padecía por las ofensas al Padre Divino, y él amargamente lloraba y se lo manifestaba a su esposa, a lo cual, unidos en el dolor ofrecían al Padre Divino sus lágrimas para aplacar su ira hacia el género humano y le suplicaban por la conversión de los pecadores, y nuestro José se dirigía a su Dios, diciendo:
-«¡Ah! Dios mío, qué dolor veros tan gravemente ofendido justo en el tiempo en el que Vos habéis usado con el mundo una Misericordia tan grande, como es la de enviar a vuestro Unigénito para que Se hiciera hombre para salvar al mundo. ¡Oh!, ¿Cómo es posible que un Amor tan grande tenga que ser pagado con tanta ingratitud?, pero es que el mundo no sabe todavía el beneficio tan grande que Vos le habéis hecho, por eso yo que he tenido la suerte de saberlo, debería morir de amor y corresponder a un beneficio tan grande y suplir la falta de todos. Me declaro, aunque miserable e indigno, que yo deseo en nombre de todos, amaros, agradeceros, bendeciros y alabaros. Dad Vos espíritu y fuerza a vuestro siervo indigno, de modo que lo pueda hacer dignamente»-.
Mucho gozaba Dios de las cariñosas expresiones de su amado José y le daba claras señales de ello, llenando su espíritu de consuelo y su corazón de amor de modo que iba por días enteros extasiado y todo encendido en su rostro, no distinguiéndose si era un hombre terrenal o celestial, estando por días enteros sin ningún otro alimento que el de la plenitud del consuelo que Dios comunicaba a su alma.
Nuestro José vivía siempre olvidado de todas las cosas caducas y terrenales, estando siempre con el corazón y con el pensamiento fijos en su Dios, único objeto de todo su amor. Pero esto se acrecentó mucho en él después que le fue revelado el misterio de la Encarnación, por lo cual, su mente ya no fue capaz de recibir en sí otras cosas perecederas.
Siempre fijo en su Dios Humanado, con Él hablaba siempre interiormente; y, ¡cuántos actos de amor, de gratitud, de respeto le hada continuamente! Para ello haría falta contar todos los momentos de su vida para enumerar estos actos que nuestro José hacía.
Las mismas palabras que él decía, todas estaban dirigidas a su Dios muy amado, por lo cual a menudo acontecía que, al ir la gente a pedirle algún trabajo, él otra respuesta no sabía dar, que alabar a su Dios y enaltecer su infinita Bondad y Misericordia, diciendo a todos:
-«Alabemos a nuestro Dios, alabémoslo siempre. ¡Oh, cómo es admirable en sus obras!; ¡Oh, qué grande es su Amor!»-.
Algunos temerosos de Dios quedaban admirados y se aprovechaban de sus palabras, pero otros miserables sumergidos en las culpas se mofaban de él, se burlaban y lo insultaban, no faltó quien a menudo lo calumniara y lo considerara alterado por el vino, al igual que se dijo de los apóstoles por parte de los malvados judíos, cuando aquellos fueron llenados del Espíritu Santo y del Amor de Dios.
Nuestro José todo lo sufría alegremente, pero no por eso dejó de tratar y narrar la Bondad y la gran Generosidad de su Dios. Ofrecía a Dios todos los desprecios y las burlas que recibía, y le suplicaba para que perdonara a todos los que le insultaban.
Aumentó también, en nuestro José, la oración y las súplicas que antes hada por la salvación de su prójimo y en especial por los moribundos, y cuando sabía que había algún enfermo grave, se postraba delante del Verbo Humanado, y le suplicaba con insistencia hasta conseguir la Gracia, sea para la salud del cuerpo, si era necesario, o para la Salvación Eterna. Lo mismo hacía por los pecadores, y cuando sabía que había algún obstinado, derramaba calladas lágrimas delante del Divino Redentor, y oraba persistentemente hasta conseguir su conversión. A sus súplicas se unían también las de la Divina Madre, las cuales eran muy gratas a Dios.
La Divina Madre era instruida por la eterna Sabiduría Divina que habitaba en su seno, y nuestro José también era instruido con admirables ilustraciones e inspiraciones, estando casi continuamente en su Presencia.
Aunque la Divina Madre en ese tiempo hablaba muy esporádicamente, la mayor parte del tiempo pasaba en profundo silencio y totalmente concentrada y atenta en el trato con el Verbo Encarnado, a pesar de todo eso nuestro lose recibía también instrucciones de Ella siendo sus palabras todas de revelación maravillosa y llenas de Sabiduría celestial, por lo cual el afortunado José estaba todo atento esperando ardientemente que su esposa le dijera alguna palabra, la cual luego conservaba en lo más profundo de su corazón, la meditaba y de la cual sacaba grandes enseñanzas.
Era tan grande el deseo que nuestro José tenía en hacer alguna cosa grata a su Dios Encarnado, que no podía dejar de preguntar a la Divina Madre acerca de ello, y esto lo hacía a menudo, suplicándole para que le dijera algo que pudiese hacer para darle gusto; y la Divina Madre se humillaba, Entonces a su José le decía que no se sorprendiera de ello, porque Ella ya sabía y habría visto como él le pedía eso no por ningún otro motivo que no fuera para el Verbo Humanado que estaba en su seno, porque Ella fácilmente, como su verdadera Madre, habría conocido lo que hubiese sido de su agrado y que él lo habría hecho para complacerlo, siendo esa su obligación.
La Divina Madre lo consolaba contestándole con toda humildad, gracia y cortesía, y ahora le insinuaba la práctica de una virtud, ahora de otra, y a lo sumo le decía:
-«Al Verbo Encarnado le gusta mucho que se le ofrezca el corazón, y nosotros al habérselo ya entregado desde que fuimos favorecidos por el use de la razón, podemos hacerle de nuevo este don, y hagámoslo a menudo con el deseo de entregarle también todos los corazones si estuviera en nuestras manos»-.

Gozaba mucho nuestro José al oír las palabras de la Divina Madre, y derramaba lágrimas de dulzura, y después le agradecía y suplicaba al Verbo Divino Encarnado para que le compensara y enriqueciera siempre más de sus Gracias.
A veces, estando todavía más encendido de amor el afortunado José componía él también algún versículo en alabanza de su Señor Humanado y se lo decía y de eso gozaba mucho la Divina Madre, y para satisfacer el gusto de su José, Ella misma los cantaba a su Divino Hijo en nombre de José.
El Santo gozaba tanto de ello que enseguida caía en dulce éxtasis, donde le era manifestado claramente por el Verbo Divino con que agrado Él recibía eso. Se encontraba a veces nuestro José reducido a tanta pobreza, que no tenía con que alimentarse, por lo cual se dolía mucho por no tener con qué socorrer a su amada esposa, tanto más que estaba siempre temiendo que Ella padeciera hambre y sed.
Se encomendaba a su Dios, de modo que se dignara proveerle de lo necesario y le decía:
-«Señor mío, no es para mí, que no lo merezco, pero proveedme de lo necesario para mi Santa esposa, de modo que yo se lo pueda suministrar»-.
Y de hecho Dios no demoraba en proveerle, o por medio de las criaturas, o a través de los Ángeles, encontrando a veces preparada la mesa con pan, frutas y otros alimentos necesarios, según sus necesidades.
Nuestro José se mostraba luego muy grato a su Dios reconociendo el beneficio y la generosidad suya, al cual daba luego gracias muy afectuosas. Causaba una pena continua al corazón de José su gran pobreza, no tanto para sí mismo, que quizás bien gozaba de ella, sino porque conociendo la dignidad y el mérito de su esposa y viéndola en tanta pobreza, le parecía una cosa extraña.
No dejaba, sin embargo, la Divina Madre de consolarlo manifestándole el valor de esta virtud y como era muy amada por su Dios, quien de buena gana la abrazó, queriendo nacer y vivir pobre; como ya habría visto a lo largo de su vida, y le decía:
-«Ves vos mismo cómo se ha escogido a una Madre tan pobre. Si hubiese querido vivir entre las comodidades y las riquezas, se habría escogido una madre, no solamente noble, sino muy rica y con comodidades. Y así alabamos a nuestro Dios y le agradecemos, que siendo rico e infinito se ha dignado abrazar la pobreza para enseñarla al mundo entero, por lo cual a nosotros nos ha tocado una suerte tan bella, y si no hubiésemos sido pobres, quien sabe si nos hubiese tocado una suerte tan grande»-.
Nuestro José quedaba admirado y consolado a la vez, al escuchar las palabras de la Divina Madre, y daba gracias a Dios por su pobreza, e iba a menudo meditando las palabras que la Divina Madre le decía acerca de este particular, quedando siempre más admirado de canto su Dios hubiese escogido vivir en tan extrema pobreza, y decía para sí mismo:
“¡Cuántas veces me tocará ver a mi Humanado Señor sufrir hambre y sed!, ¡Oh!, ¿Cómo podrá sufrir eso mi corazón?, pero así Él lo quiere y por lo tanto yo también tengo que querer eso. ¡Oh, que raro ejemplo de pobreza, que ahora el mundo no entiende, ni comprende!, pero vendrá el tiempo en el cual lo entenderá y lo conprenderá, y espero que muchos imitaran a mi Todo Señor”-.
Nuestro José tenía un ardiente deseo que todo el mundo llegara a conocer el gran beneficio de la Encarnación del Verbo Divino, de modo que todos se mostraran gratos a su Dios, por lo cual le tenía a menudo esta Gracia e iba repitiendo estas palabras:
“¡Oh Verbo Encarnado, manifestaos pronto al mundo, de modo que todos alaben, contemplen tu Bondad, ensalcen vuestra Misericordia y correspondan a vuestro Amor»-.
Esto lo hacía porque todavía no sabía cómo el mundo habría tratado tan mal a su Dios y que le habrían correspondido con ofensas e ingratitudes, y por lo tanto la Divina Madre que todo lo sabía, le iba manifestando como su Divino Hijo habría sido tratado muy mal por el mundo. A estas. palabras quedaba herido por el dolor del corazón amoroso de nuestro José, y a menudo exclamaba:
“¿Será posible, oh Dios mío, que el mundo os tenga que tratar mal y mostrarse descortés a un beneficio tan grande? ¡Ah!, mi corazón no lo podría soportar. Y sin embargo así será, nuestra Divina Madre me lo comunica, tal vez para que yo me vaya acomodando para sufrir amnistía tan grande. Dadme Vos, Dios mío, fuerza y virtud, de otra manera, ¿cómo podré soportar una confusión tan grande y una afrenta tan grave a vuestra Bondad, a vuestro infinito Amor?»-.
Con estas palabras que eran manifestadas a nuestro José por parte de la Divina Madre, se iba amargando en él el gran consuelo que continuamente experimentaba al estar en Presencia de su Dios Humanado y en tratar con la Divina Madre, por lo cual en medio de los consuelos su corazón estaba traspasado por un agudo dolor al pensar cuanto el Divino Redentor habría sufrido a lo largo de su vida, y decía a menudo a su esposa:
-«¡Oh esposa mía, como nuestro Dios me tiene en un mar de consuelo por las muchas Gracias que nos comparte y por haberse dignado estar con nosotros queriendo nacer de vos, mi querida y amada esposa!, pero al mismo tiempo me tiene en un mar de amargura, haciéndome entender por vuestro intermedio, lo que Él sufrirá y padecerá en el transcurso de su vida. ¿Y será posible que nuestro Dios no sea amado por parte de todos y que el mundo no lo quiera conocer ¡Oh Verbo Encamado! ¿Vos pues seréis desconocido al mundo, Vos seréis pagado con ingratitud?; ¡Oh, Dios mío!; ¡Oh, Dios mío!»-, y aquí se ponía a llorar a mares hasta que la Divina Madre lo consolaba y le decía: -«Ánimo, esposo mío, y agradezcamos a la Divina Bondad que nos ha hecho una Gracia tan grande, la de conocerlo y manifestar gratitud a un beneficio tan grande. Alegrémonos que nos haya tocado una suerte tan hermosa»-.
A estas palabras nuestro José se secaba las lágrimas y se consolaba totalmente y decía a su esposa:
“Sí, sí es verdad, por lo cual, esposa mía, alabadle y agradecedle por mí, que lo sabéis hacer tan bien, y yo también me uniré con vos para alabar y agradecer su infinita Bondad»-.
La Divina Madre componía nuevos canticos de alabanza y de agradecimiento y los cantaba dulcemente a su Dios, y nuestro José le hacía compañía y así se alegraba plenamente. Gozaba mucho el Verbo Encarnado de las alabanzas que recibía de la Divina Madre, como también de los afectos y deseos de su José muy amado, y le daba claras señales, llenando su corazón de alegría.
Luego, por el pensamiento que tenía siempre fijo en la mente, de que su Dios Humanado habitaba en el seno virginal de su amada esposa, se sentía llenar totalmente de confusión y de respeto. No se atrevía a levantar su vista para mirar a la Divina Madre; se sentía atemorizado por la Majestad y al mismo tiempo era tan grande el amor que ardía en su corazón, que no podía contener las miradas hacia ese Ser amado, presente en el seno purísimo de su esposa y llenarse completamente de confianza, por lo cual a menudo se entregaba a conversaciones amorosas con su Señor Humanado y le expresaba los ardientes deseos de su encendido corazón y el vivo deseo que tenía de Verbo pronto nacido, y decía a menudo:
-«¡Oh mi Señor Humanado!, ¿Cuándo tendré yo la suerte de veros con los ojos corporales y de teneros entre mis brazos? ¡Ah!, sin duda alguna que mi alma saldrá de la cárcel estrecha de este cuerpo por la grandeza del gozo que sentiré, por lo cual convendrá que Vos hagáis de nuevo el milagro de conservarme en vida, si queréis que yo goce de vuestros dulcísimos abrazos. ¡Oh, Verbo Encarnado!, ¿y será verdad que yo tendré la hermosa suerte de veros, estrecharos entre mis brazos, de alimentaros con el trabajo de mis manos?, ahora que ha llegado el tiempo que me habéis prometido y que tanto he deseado, en el cual me dedicaré totalmente a Vos. ¡Oh, tiempo demasiado feliz para mí! ¡Oh, Gracia de mi Dios, hecha a mí, ¡siervo despreciable e indigno!, ¿quién podría imaginarse que mi Dios me hubiese escogido para un cargo tan sublime y elevarme por encima de cualquier otro? ¡Cuántos Patriarcas y Profetas han suspirado y deseado vuestra venida al mundo, y no han sido hechos dignos de veros; y yo, despreciable esclavo, no solamente os veré, sino que trataré con Vos, ¡os alimentaré y os estrecharé entre mis brazos!; ¡Oh, Gracia sublime!; ¡Oh, favor inenarrable!»-.
Y al decir esto era arrebatado en dulce éxtasis y todo se encendía, de amor. En estos éxtasis, su alma se relacionaba con su Dios Humanado, y recibía pruebas del gran Amor que le tenía, puesto que el Divino Infante lo acariciaba y le hacía gozar un Paraíso de dicha con su dulcísima Presencia. Volvían a la memoria de nuestro José las palabras que le decía su Santa madre, cuando era niño, esto es:
-«Hijo, ¡dichoso vos!» -y añadía: – «Tenía mucha razón en decirme dichoso mi querida madre!, porque de hecho así es; y al ser ella muy sabia y temerosa de Dios había conocido la suerte feliz que me debía tocar, y con razón me exhortaba para desear la venida del Mesías y decirme que mi Dios habría cumplido mis súplicas y satisfecho mis deseos. ¡Ah!, si estuviera ahora en el mundo, ella también; ¡cuánta alegría experimentaría, y qué consuelo recibiría su espíritu!»-.
Así nuestro José iba recordando todas las palabras que su buena madre le decía cuando era niño, y entonces entendía cómo su madre había sido notificada de la Gracia sublime que a él le habría hecho su Dios. Admiraba también la virtud de su madre, la prudencia y el secreto que había conservado sin manifestarle nunca claramente el favor, sino solamente animándolo y dándole la esperanza de la venida del Mesías y exhortándolo para que dirigiera súplicas a su Dios, por lo cual a menudo la alababa junto con la Divina Madre, y le narraba sus raras virtudes y le decía:
-«¡Oh esposa mía!, si mi madre hubiese tenido la suerte de conoceros y de tratar con vos en este tiempo en el cual sois mi esposa y compañera muy fiel; por cierto, que hubiera muerto por la dicha!, ¡y qué mejor que yo os hubiese servido y honrado, según lo exige vuestro mérito!; pero nuestro Dios ha querido que nosotros estuviéramos solos y pobres y que vos seáis desconocida por todos, y yo, que tengo la suerte de conoceros y de estar en vuestra compañía, no sé reconoceros y serviros como debiera; por lo cual os pido que compadezcáis mi necedad, y mucho más mi indignidad y os ruego también para que rindáis por mí las debidas gracias a nuestro Dios, porque yo no sé hacerlo como debiera»-.

La Divina Madre mucho se humillaba frente a las expresiones tan cordiales de su José y le rogaba para que no dijera eras palabras en alabanza de Ella, porque, aunque Ella las dirigiera todas en alabanza de su Creador, a pesar de eso sentía confusión al sentirse alabar, mientras Ella se consideraba a sí misma la más despreciable entre todas las criaturas.
Nuestro José quedaba confundido, y sufría si no pudiese ensalzar los méritos de Ella, porque él no habría hecho otra cosa que alabar siempre a su Dios y a su Santísima esposa; pero, para complacerla, se callaba y tan solo se dedicaba a alabar a su Dios Humanado, y entonces la Divina Madre quedaba satisfecha y contenta de ello. Sin embargo, no dejaba de alabarla en su ausencia, aunque lo hacía con mucha prudencia y cautela. Cuando alguien venía a buscar a su esposa le decía que no podía anhelar cosa mejor, ni desear, al encontrarse en Ella todas las virtudes y cualidades necesarias para una buena y fiel esposa. No se iba más allá, guardando el secreto de todo, y esto lo hacía para complacer a su esposa, porque así lo quería.
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