Cardenal a los 21 años, después Arzobispo de Milán, realizó plenamente su ideal de episcopado mediante las reformas del Concilio de Trento. Falleció a los 46 años, habiendo sido una de las figuras exponenciales de la Contra-Reforma.
Carlos Borromeo nació en el castillo de Arona, en las márgenes del lago Maggiore, ducado de Milán, el 2 de octubre de 1538, hijo de los condes Gilberto y Margarita de Médicis. Su madre era hermana del Cardenal Juan Angelo, que sería elevado al solio pontificio con el nombre de Pío IV. Se decía del conde que llevaba más vida de monje que de gran señor, pues rezaba diariamente el breviario y dedicaba muchas horas a la oración y a las buenas obras. La condesa lo emulaba en piedad.

Con padres tan virtuosos, era natural que se entregara desde temprana edad a la piedad, siendo sus distracciones montar altares y repetir las ceremonias que veía en la iglesia. Muy pronto floreció en Carlos la vocación sacerdotal, de modo que ya a los ocho años recibió la primera tonsura; a los doce, su tío Julio César Borromeo le cedió la abadía de San Gracián y San Felino.
Su infancia y juventud, como predestinado desde la cuna, fue de gran inocencia y perfecta integridad de costumbres. Aun cuando fue a culminar sus estudios en la Universidad de Pavía, generalmente conocida por la vida licenciosa de sus estudiantes, Carlos supo permanecer ileso en aquel ambiente, con el auxilio de la Virgen Santísima, hacia quien nutría una filial y confiada devoción, y de los sacramentos de la confesión y comunión.
En la aterradora peste de 1576
Ante la ausencia de las autoridades locales, organizó los servicios sanitarios, fundó y renovó hospitales, consiguió dinero y víveres y decretó medidas preventivas. Ante todo hizo las diligencias para proporcionar socorro espiritual, asistencia a los enfermos, sepultura a los muertos y la administración de los sacramentos a los habitantes de la ciudad, que estaban confinados en su casa, entre otras medidas preventivas. Sin temor al contagio, sufragó personalmente los gastos visitando hospitales, encabezando procesiones de penitencia y haciéndose de todo a todos como un padre y verdadero pastor.

San Carlos estaba convencido de que la epidemia era un azote enviado por el Cielo en castigo por los pecados del pueblo, y de que para remediarla era preciso recurrir a medios espirituales: la oración y la penitencia. Reprochó a las autoridades civiles que hubieran cifrado su confianza en medios humanos y no divinos. «¿No habían prohibido todas las reuniones pías, y todas las procesiones durante el tiempo del Jubileo? Tenía el convencimiento de que ésas habían sido las causas del castigo».
Los magistrados que gobernaban la ciudad siguieron oponiéndose a las ceremonias públicas por temor a que las aglomeraciones aumentaran el contagio. Pero Carlos, que estaba guiado por el Espíritu de Dios –señala otro de sus biógrafos–, lo convenció aduciendo varios ejemplos, entre ellos el de San Gregorio Magno, que había detenido la plaga que asolaba Roma en el año 590.
Mientras se propagaba la epidemia, el arzobispo ordenó tres procesiones generales, que tendrían lugar los días 3, 5 y 6 de octubre en Milán a fin de aplacar la ira de Dios. El primer día, aunque no fuera cuaresma, el santo impuso cenizas en las cabezas de millares de personas congregadas mientras las exhortaba a la penitencia. Concluida la ceremonia, la procesión se dirigió a la basílica de San Ambrosio. Él mismo iba a la cabeza del pueblo vistiendo capa morada y capucha, descalzo, con la cuerda de penitente al cuello y portando una gran cruz. En la iglesia predicó sobre la primera lamentación del profeta Jeremías, Quomodo sedet sola civitas plena populo, y afirmó que los pecados del pueblo habían provocado la justa indignación de Dios.
La peste no tenía visos de disminuir, y Milán era una ciudad desierta, porque un tercio de la población había perdido la vida, y los demás estaban en cuarentena o no se atrevían a salir de su casa. El arzobispo ordenó que en las principales plazas y encrucijadas de la ciudad se erigiesen unas veinte columnas de piedra coronadas por una cruz para que los residentes de todos los barrios pudiesen asistir a las misas y rogativas públicas asomados a las ventanas de sus viviendas. Uno de los santos protectores de Milán era San Sebastián, el mártir al que habían recurrido los romanos durante la peste del año 672. San Carlos propuso a los magistrados milaneses reconstruir el santuario dedicado al santo, que estaba en ruinas, y celebrar durante diez años una fiesta solemne en su honor. Por fin, en julio de 1577 cesó la peste, y en septiembre se colocó la primera piedra del templo cívico de San Sebastián, donde el veinte de enero de cada año se sigue celebrando todavía una Misa para conmemorar el fin de la epidemia.
La epidemia de peste que castigó Milán en 1576 fue lo mismo que había sido para Roma el saqueo de los lansquenetes cincuenta años antes: un castigo, pero también una ocasión de purificarse y convertirse. San Carlos Borromeo compiló sus meditaciones en un Memorial, en el que entre otras cosas escribió: «Ciudad de Milán, tu grandeza se alzaba hasta los cielos, tus riquezas se extendían hasta los confines del mundo (…) Repentinamente, viene del Cielo la peste, que es la mano de Dios, y de golpe y porrazo ha sido abatida tu soberbia» El santo estaba convencido de que todo ello se debía a la gran misericordia de Dios: «Él hirió y Él sanó; Él azotó y Él curó; Él empuñó la vara de castigo, y ha ofrecido el báculo de sostén».
San Carlos Borromeo falleció el 3 de noviembre de 1584 y está sepultado en la catedral de Milán. Su corazón fue solemnemente trasladado a Roma, a la basílica de San Ambrosio y San Carlos en la Vía del Corso, donde todavía es venerado. Innumerables iglesia le están dedicadas, como el majestuoso templo Karlsikirche [iglesia de S. Carlos, N del T.] en Viena, edificado en el siglo XVIII como acto votivo del emperador Carlos VI, que había encomendado la ciudad a la protección del santo durante la peste de 1713.
Sus Hermosas Oraciones
Su devoción por la Eucaristía
CATEDRAL DE MILÁN, 9 DE JUNIO DE 1583
Te adoramos, Ostia divina,
te adoramos, Cristo, Hijo del Dios viviente,
que te sacrificaste por nuestra salvación.
Tú, para ofrecernos una señal de tu inmensa caridad
respecto de nosotros,
nos ofreciste bajo la apariencia del pan y del vino
tu cuerpo divino como alimento
y tu preciosa sangre como bebida,
porque en esta Ostia, oh, Cristo santo,
tú estás presente, verdadero Dios y verdadero hombre.
«Realmente tú eres un Dios oculto» e invisible
que, bajo otras apariencias, eres recibido por nosotros visiblemente
y, así recibido, eliminas los pecados,
purificas las almas,
otorgas la gracia,
aumentas las virtudes
y nos guías hacia la verdadera grandeza.
Haz que sólo a ti se dirijan nuestro afecto
y nuestras obras;
que te busquemos sólo a ti
y que, tras haberte hallado, nunca,
ni por tentación ni el paso del tiempo,
nos separemos de ti.
De tal forma que se nos conceda pasar
de esta morada terrena
a aquella eterna del cielo.
La importancia de la intercesión
NERVIANO, 21 DE AGOSTO DE 1583
Oh, Señor,
he aquí ante ti mis hijos,
y, junto a ellos, mi persona.
Todos, infinidad de veces, hemos ofendido a nuestros hermanos
y, lo que aún es peor,
te hemos ofendido a ti.
Nos arrepentimos, Señor,
de nuestra conducta
y deseamos repararla.
Pedimos perdón
a todos aquellos a quienes hemos ofendido
y nos postramos a sus pies para obtenerlo.
Y si alguien injustamente se ha encolerizado con nosotros,
provocando nuestra indignación con palabras y con acciones
nosotros, por tu amor, Señor,
ahora le perdonamos sinceramente.
Así, reconciliados, regresamos a tu altar
para presentarte nuestra ofrenda,
para inmolar ante ti nuestra voluntad,
aquello que más preciamos;
para sacrificarte nuestro corazón,
aquello que más precias.
Desde tu santo trono, Señor,
dígnate a aceptar nuestro sacrificio
y a mirar con ojos benévolos y misericordiosos
nuestros dones,
que, tal como son en verdad,
deben ser siempre tuyos.
Deseamos ofrecernos de nuevo a ti,
nosotros que somos obra de tus manos,
y que, en ningún lugar,
si no en tus manos,
podemos encontrar la completa seguridad.
Oh, Señor,
en tu majestad,
no desprecies nuestra humilde ofrenda,
porque, aunque sea poca cosa,
nosotros, en nuestra pobreza,
la ofrecemos con todo el impulso de nuestro corazón.
Si tú la aceptas,
nosotros seremos felices,
porque, tras habernos enriquecido
aquí en la tierra con tu gracia,
tú nos permitirás acceder a la morada celeste,
donde vives y reinas,
bendito, por los siglos de los siglos.
Su contemplación de Jesús
VERCELLI, 3 DE SEPTIEMBRE DE 1583
Oh, dulce Jesús,
amigo afectuoso, hermano, esposo,
¿es posible que haya quien no
se conmueva con tus palabras
y no se enternezca
viendo tus heridas y tu sangre?
¿Cómo puedo permitir que tú sigas llamando sin descanso?
Entra, entra en tu casa, en tu estancia:
aspérjame, lávame,
embriágame con tu sangre,
para que pueda estar siempre contigo
y jamás vuelva a alejarme.
Abre, oh Señor,
el oído y el corazón de tus fieles,
para que escuchen tus llamadas,
te busquen con urgencia durante toda su vida,
te hallen,
te lleven con ellos
y jamás dejen que te alejes:
te custodien en su interior como algo propio,
hasta el momento en que tú los conduzcas a tu reino,
donde gozarán eternamente.
La importancia de la ejemplaridad
VERCELLI, 5 DE SEPTIEMBRE DE 1583
Oh, Rey poderosísimo del cielo y de la tierra,
mi Señor y mi Dios,
en cuyas manos está todo el poder del cielo y de la tierra,
ante ti me presento,
yo, criatura indigna, que tantas veces te he ofendido.
Sé, Señor,
que has perdonado todas mis faltas,
has observado mis males,
me has salvado de la perdición,
me has colmado de misericordia y de gracia,
me has protegido con tu derecha
y has colmado todos mis deseos.
Y también sé que yo, a cambio,
he transgredido tantas veces tus órdenes,
no te he honrado debidamente
y he hecho tantas cosas que no apruebas;
reconozco mi pecado
y con ánimo suplicante y humillado
confieso «haber pecado contra ti»,
contra ti, el «único Señor altísimo sobre toda la tierra»,
mientras nosotros somos tu pueblo,
corderos de tu grey.
Deseo que a partir de ahora todos mis esfuerzos
se encaminen a complacerte.
Pero, «¿qué te ofreceré por todo aquello que me has dado?»
¿Qué ofrenda podría hacerte para devolverte todos tus beneficios?
Incluso «si me entregase en cuerpo y alma en tus manos,
nunca podría recompensarte por tu ayuda».
Pero he podido oír lo que deseas de mí
por lo que te entrego mi corazón,
te lo ofrezco completo:
que sea todo tuyo
y que no haya en él ningún otro amor
que no sea el que tú me inspires.
Señor,
haz de mí lo que desees:
si me quieres sano,
que yo esté sano;
si me quieres enfermo,
acepto todos los males;
si quieres prolongar mi vida,
que yo viva;
si decides mi muerte,
ésta me será grata.
Renuncio a cualquier deseo por una suerte o por
otra:
lo pongo a tus pies.
Sólo una gracia te pido:
ya que me has nombrado guía de un pueblo tan numeroso,
otórgame «esa sabiduría que envuelve tu trono,
envíala de los cielos santos y del reino de tu gloria,
para que me guíe y me asista en mi labor
y yo pueda saber qué te complace más.
me guiará con prudencia en mis acciones,
me protegerá con su poder:
de esta forma mis obras te complacerán
y yo guiaré con justicia a tu pueblo» (cfr. Sap. 9).
Así, sin alejarme jamás de tu voluntad, caminaré el primero por la senda de tus preceptos
y por ella guiaré a los fieles,
sabiendo que no debo vivir según mi deseo,
sino reconociéndome tu súbdito
y conformando mi voluntad a tu ley.
Su devoción mariana
CATEDRAL DE MILÁN, 15 DE ENERO DE 1584
Oh, Madre indulgente,
desde el cielo, dirige tu mirada hacia nosotros
y contempla nuestra pobreza y miseria.
Nos falta el vino de la caridad y del fervor,
el vino que alegra a Dios y los hombres;
¡falta la piedad, falta la religión!
Dirígete, te suplico, al Hijo, diciéndole:
oh Hijo, ya no tienen vino,
aquellos que tú has querido que sean tus hermanos,
por quienes naciste y moriste,
que has deseado saciar con tu valiosísima
sangre […]
¡Pero he aquí que ahora todo se ha transformado
en el vino del amor y la suavidad!
Ahora están frías a veces incluso las almas,
pero, cuando Cristo se acerca,
se colman de caridad y fervor.
¡Oh, que cambio admirable
el de esta agua en vino! […]
María, Madre de la misericordia,
abogada del género humano,
implora por nosotros esta transformación
del agua en vino, del llanto en gozo:
pero contribuyamos también nosotros a sus plegarias,
ejecutemos con prontitud
las órdenes de Cristo,
a fin de experimentar en nuestro interior la fuerza de Dios.
Su amor por la Iglesia
CATEDRAL DE MILÁN, 30 DE MARZO DE 1584
Mira, Oh Señor, desde el cielo y contempla tu viña,
la santa Iglesia plantada, adornada y elevada
por la valiosa Sangre de tu Hijo
y mantente siempre presente,
para que formes un único ente con la Iglesia del cielo.
Y tú, Padre, por los méritos y las oraciones de tu Hijo,
mira propiciamente a tu siervo, el Papa,
pastor de tu Iglesia universal,
y benefícialo con la palabra y el ejemplo
y permítele alcanzar, junto a su grey, la vida eterna.
Vigila a todos los Obispos y Sacerdotes y al Clero
para que amen a su grey como Cristo nos ama a nosotros,
para que estén preparados a ofrecer la vida y a dar su sangre
por las almas que les han sido encomendadas,
y se consideren ministros y dispensadores de tus misterios.
Vigila finalmente, a través del rostro, el cuerpo, las llagas, la sangre
y la muerte de Cristo, tu Hijo Unigénito,
a todos los hombres de cualquier raza, grado y condición,
puesto que para todos y cada uno esa sangre fue vertida,
para que no dejen de santificar tu nombre,
de divulgar tu Reino y tu gloria,
y se haga en fin tu voluntad así en el cielo como en la tierra.
Un único objetivo, el Amor
CATEDRAL DE MILÁN, 20 DE MAYO DE 1584
Tú, oh Señor,
puedes levantar de las piedras a los hijos de Abraham.
Éste es tu oficio.
Aquí te presentamos y ofrecemos nuestros corazones,
sean como sean.
Recuerda las palabras
con las que prometiste aliviarnos
de este corazón duro y de piedra.
Extráenos nuestros corazones,
ofrécenos aquellos que te son gratos,
a fin de que deseemos únicamente tu voluntad,
a fin de amarte sólo a ti por encima de cualquier cosa
y logremos ser dignos de tu amor.
ORACIÓN DE SAN CARLOS AL CRUCIFIJO
Lo que me lleva hacia ti Señor, eres Tú!
Tú solitario, clavado en la Cruz, con tu cuerpo traspasado y agonizante.
Es tu Amor que se ha hecho de tal manera dueño de mi corazón, que, aunque no fuera al paraíso, yo te amaría lo mismo.
Nada tienes que darme, para que yo te ame, porque aunque no esperase aquello que espero, igual, yo te amaría como te amo.
Amen.