Vida del Glorioso Patriarca San José Esposo purísimo de la Gran Madre de Dios y Padre Adoptivo de Jesús, manifestado por Jesucristo a la Hna. Benedictina Cecilia Baij en revelación. Año 1736
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Después que nuestros personajes recibieron la bendición del Padre Divino, se fueron por la mañana temprano, habiéndose el día anterior despedido de todos sus amigos.
Nuestro José salió de casa con su Santa esposa y el Divino Niño, teniéndolo en medio de ellos, después de haber estado en Egipto entre seis y siete años. ¡Era sorprendente ver a nuestro José con qué cuidado llevaba a los dos grandes personajes, Jesús y María! Todo diligente y amoroso, con un gozo que también se le notaba en el rostro brillante y majestuoso. Aunque fuera de mañana temprano, sin embargo, fueron vistas por algunos egipcios, los que admiraron la especial belleza de la Madre y del Hijo.
Llamaban dichoso a José, por haber conseguido una esposa y un hijo semejantes, y mucho más llamaban dichosa y afortunada a la Madre que lo había dado a luz. Nuestro José gozaba al oír alabar a la Madre y al Hijo, y daba gracias a su Dios por el favor que le había hecho al escogerlo como padre adoptivo de su Unigénito.

Una vez que con toda dicha salieron de Egipto, iban juntos alabando al Padre Divino. Nuestro José tenía la mirada fija ya sea en su esposa, como en su Jesús, acomodándose a sus pasos. Los mismos espíritus angelicales admiraron esta santa compañía, y les hacían la corte. El tiempo se hizo muy claro y agradable y parecía que todos los elementos se alegraran y exultaran a su manera, y las criaturas todas se alegraran a la vista de su Creador.
Los pájaros con sus cánticos armoniosos los acompañaban, y nuestro José todo lo observaba, y, por la dicha que su corazón experimentaba, no podía dejar de derramar las lágrimas.
Después de haber caminado por algún tiempo, nuestro José, todo preocupado por su Jesús y la Divina Madre, para que descansaran, se detenía, y como jefe de familia ordenaba se hiciera un pequeño descanso. Sin resistencia alguna era obedecido por-la Madre y el Hijo, sentándose en una colinita y allí se detenían.
El Divino Nino sentía el cansancio, al igual que cualquier niño, y se lo vela hambriento; de eso nuestro José sentía una gran pena y le pedía que consiguiera la Gracia del Padre Divino para que el solamente sintiera el cansancio, y le decía: -¡Oh mi querido y amado hijo!, decid al Padre Divino que me haga experimentar todo el sufrimiento del cansancio, porque solo yo soy pecador. A mí me toca el sufrimiento y no a Vos y a vuestra Divina Madre, que sois inocentes y Santos.
El Divino Nino le contestaba con mucha gracia, y le decía que Él había bajado del Cielo a latierra para sufrir y que sufría con mucho agrado para cumplir la Voluntad del Padre y por la salvación del género humano. Luego le manifestaba el gusto que sentía al sufrir con tanta gracia que, tanto el Santo como la Divina Madre, se encendían en el amor al sufrir, de modo que todo lo que sufrían les parecía muy poco.
Y así después de haber descansado un poco retomaban su viaje, y cuando el Divino Nino se daba cuenta de que su José estaba cansado, comenzaba a hablarle acerca de las perfecciones de su Padre Celestial; de lo cual el Santo sentía tanto agrado, al igual que la Divina Madre, que ya no sentían la angustia del cansancio, sino que caminaban todos concentrados gozando una dicha indescriptible en su espíritu de modo que hacían el largo viaje sin ni siquiera darse cuenta.

Nuestro José no conocía el camino que llevaba a Nazaret; a pesar de eso no pregunto ni averiguo nunca, seguro que al ir con Jesús no habría equivocado el camino; y de hecho el Divino Niño los guiaba por el camino correcto. A veces se detenían, y el Divino Nino les hacía contemplar la grandeza del campo y la inmensidad de los cielos y les decía: -«Observad el orden de todas las cosas y la Sabiduría con la cual mi Padre Celestial las ha creado»-. Y comenzaba a hablarles de la Sabiduría divina con tanta gracia y elocuencia que tanto nuestro José como la Divina Madre eran arrebatados en un éxtasis y así se quedaban por algún tiempo; y entonces el Divino Nino se quedaba orando al Padre y suplicándole por la salvación del género humano.
Al volver luego del éxtasis, seguían su viaje todos consolados y llenos de alegría y de júbilo.
Durante ese día nuestros Santos peregrinos estuvieron en ayunas, sin otro alimento que el divino consuelo que experimentaban en sus almas y la Presencia alegre de su amado Jesús, que los llenaba.
Sentía, sin embargo, gran pena nuestro José por su Jesús, que siendo de tan tierna edad tenía tanta necesidad de alimentarse. Pero Jesús le animaba y le decía:
-«Mi querido José, no os aflijáis, que nosotros nos alimentaremos esta tarde en el albergue a donde llegaremos. No os aflijáis por mi sufrimiento, porque tengo que comenzar pronto a sufrir y tengo que padecer mucho con el avanzar del tiempo. De modo que no sufráis por tan poca cosa, antes bien dad gracias conmigo al Padre Divino, que me da la ocasión de sufrir algo por lo cual pueda yo manifestarle el Amor que le tengo a Él y al género humano» -.
Siendo ya la hora avanzada nuestros peregrinos comenzaron a ver el lugar donde debían llegar para quedarse esa noche y tomar algún descanso, y nuestro José sintió mucho consuelo, no tanto para sí, sino por su Jesús y por su amada esposa; por lo cual apresuraron los pasos para poder llegar a tiempo, sintiendo, sin embargo, de esto mucha pena nuestro José, por el temor que tenía de que su Jesús y su esposa se cansaran. Pero también era necesario apresurar el viaje, de modo que la noche no los sorprendiera antes de llegar. De hecho, a nuestro José con todos los consuelos inexplicables que iba experimentando, no le faltaron nunca penas por los padecimientos de su querido Jesús y de su amada Esposa.
Al atardecer fueron hospedados los Santos peregrinos, y su refrigerio fue de pan y agua con pocas hierbas y frutas con las que se alimentaron.
Al retirarse a una habitación, aunque los posaderos admiraran con asombro la belleza y modestia de la Divina Madre y del Nino Jesús, a pesar de eso, no hubo nadie entre ellos que les dijeran cosa alguna, permitiendo Dios que fueran dejados en libertad; y así pasaron esa noche, en parte rezando las divinas alabanzas, en parte descansando sentados, y en parte orando.
La mañana siguiente, temprano, después de haber adorado, conjuntamente al Padre Divino y de haber hecho los acostumbrados ejercicios de oración, partieron. Siguiendo su camino no faltaron algunos que los observaran, llamando dichoso a José por haberse encontrado una esposa tan digna y a un hijo semejante, que arrebataban el corazón de quien los miraba, tanta era su gracia y belleza. De todo esto gozaba nuestro José y daba gracias a su Dios, reconociendo siempre más el beneficio que había recibido.
A veces, al estar cansados, el amado Jesús cogía a su José y a su Divina Madre de las manos, y así caminaba en medio de ellos. Entonces tanto a José como a la Divina Madre les parecía ser llevados sin sentir fatiga ni cansancio al caminar, y nuestro José, dirigiéndose a su amado Jesús, le decía: –
«¡Oh, querido y amado hijo mío!, Vos aliviáis mi angustia y hacéis que yo no sienta cansancio sino consuelo; pero a Vos, ¿quién os quita la pena que sentís al caminar, tanto más que sois de una edad tan tierna?»-. Y entonces le contestaba con mucha gracia el amado Jesús y le decía: “El Amor, hace que Yo no sienta el cansancio. Esto mitiga toda amargura, esto me hace soportarlo todo con alegría y me hace caminar expontaneamente».
Entonces nuestro José exclamaba: -«Oh, Amor, ¡Amor!; ¡Oh, y en a mí; enciende también mi corazón!»-, y diciendo así caía en éxtasis, por esto se detenían unos momentos y luego con más entusiasmo seguían su viaje.
Nuestro José al oír nombrar el Amor se encendía de tal manera que parecía que en su corazón hubiese un fuego, como en efecto lo había; caía en éxtasis por la dulzura de esta palabra Amor; por lo tanto su Jesús a menudo le hablaba de ello, y a veces hablándole del Amor infinito que el Padre Divino tenía hacia el género humano, enviando a su Unigénito hablaba Jesús de este Amor, José se deshacía y no podía resistir a la fuerza del amor que experimentaba, alimentando ese dichoso incendio que ardía en su corazón; y las palabras de Jesús eran como un fuelle que encendían siempre más ese fuego celestial.
Habiendo caminado bastante tiempo, nuestros peregrinos descansaron un poco, necesitando de algún refrigerio, y al no haber nada en esos campos vinieron unos pajaritos y les trajeron en sus picos unos frutos, depositándolos en el regazo de Jesús, con los cuales se alimentaron conjuntamente. Rindiendo afectuosas gracias al Padre Divino, que tan admirablemente los estaba restableciendo y proveyendo en sus necesidades por medio de sus criaturas irracionales.

Una vez que se alimentaron con esos frutos, el gracioso Jesús les hacía un discurso acerca de la Divina Providencia, y con sus palabras grababa siempre así la confianza en el corazón de nuestro José y la gratitud hacia el Padre Divino.
Otras veces venían otros pajaritos cantando, y algunos llevaban ramas de flores en su pico y las hacían caer sobre el Divino Niño; y nuestro José todo lo observaba con gran atención y conservaba todo eso en su corazón, reflexionando luego y alabando a su Dios por las maravillas que realizaba por medio de los animales en honor de su amado hijo, otras veces, mientras descansaban, venían unas palomas con ramas de olivo y las depositaban en el seno de Jesús, de la Divina Madre y también de José; y esos animalitos les hacían fiesta, demostrando júbilo y alegría, agitando las alas y saltando; nuestros peregrinos se deleitaban al mirarlos, gozando de que los animales irracionales festejaran al Unigénito del Padre Divino. En este viaje, como se dirá, no dejaron de venir también los animales silvestres más salvajes para rendir homenaje a su Creador, de lo cual nuestro José quedaba muy sorprendido.
(Si un cuervo por muchos años llevó el pan necesario Pablo «el ermitaño», ¡no nos debe sorprender que estas Pequeñas aves lleven algunos frutos al Creador de todas las cosas!)
Así seguían su viaje los Santos peregrinos, y les toca muchas veces estar también de noche en medio del campo, no habiendo por esos lugares desiertos y abandonados algún lugar donde hospedarse. ¡Oh!, entonces sí que a nuestro José se lo veía muy triste y afligido, teniendo que ver a su querido Jesús y a su amada esposa en medio del campo al descubierto, por lo tanto, se ingeniaba en arreglar su manto de modo que cubriera a los tres, en forma de caravana. El Santo lo hacía con mucho arte e ingenio, que parecía como una pequeña cabañita, y allí pasaban la noche con tanta alegría del Divino Hijo y de la Santa Madre porque gozaban verse en tanta pobreza. Pero nuestro José estaba herido por un agudo dolor al ver los sufrimientos de la Madre y del Hijo, y por no poder ayudar en tanta pobreza y en tan gran necesidad.
Otras veces venían los Ángeles y les llevaban el alimento necesario, de lo cual nuestro José daba afectuosas gracias a su Dios. Cuando se encontraba en una gran necesidad, dirigiéndose al Padre Divino le suplicaba para que les proveyera, diciéndole que no mirara su indignidad, sino a la necesidad de su Unigénito Hijo y de la Divina Madre. Dios no tardaba mucho en proveerlos, ahora de una manera, ahora de otra. Aconteció, sin embargo, algunas veces que queriendo Dios probar a su siervo fiel, se demora en proveerlos, y el Divino Hijo decía a su José: -«Padre mío, Yo me encuentro necesitado de algún refrigerio, a la vez que siento hambre y sed»-.
Estas palabras herían el corazón de José, y se ponía a llorar con las manos juntas hacia el Cielo, invocando a la Divina Providencia, luego dirigiéndose a su amado hijo, le decía:
-«Oh amado hijo mío, ¿qué podría hacer yo para ayudaros en vuestra necesidad?, yo me siento morir por no tener como ayudaros. Rogad pues a vuestro Padre Divino para que se digne enviaros el alimento necesario, cuanto sea suficiente para Vos y para vuestra Santa Madre, que, para mí, al no merecerlo, sufriré de buena gana esta necesidad»-.
Y el Divino Niño, al igual que los otros niños, se encogía de hombros y mostraba señales de gran necesidad; por lo cual el Santo se ponía de rodillas y con muchas lágrimas rogaba a su Dios para que viniera en ayuda de su amado Jesús en esa necesidad. El Padre Divino, después de haber probado la paciencia y el sufrimiento de su siervo, lo proveía abundantemente, tanto para su Unigénito como para la Divina Madre y para su fiel siervo; y esto lo hacía a través de los Ángeles; de lo cual quedaba totalmente consolado el apenadísimo José, rindiendo abundantes gracias a su Dios por la providencia que le había enviado, y suplicaba a su Santa esposa para que cantara alguna alabanza a la Divina Providencia, y lo hacía con el beneplácito de su Jesús y para consuelo de José, que caía en éxtasis por la dicha.
Nuestro José sufría también ciertas amarguras en este viaje, sobre todo cuando en alguna conversación que el Divino Niño mantenía con su Padre Divino, se le veía todo triste y angustiado; ¡Oh, entonces sí que nuestro José se amargaba!, no se atrevía a preguntar a su Jesús qué sucedía y por qué motivo estaba así afligido. A lo sumo, le preguntaba si sentía algún malestar, pero el Divino Niño decía que no. ¡Oh!, a este punto deliraba el afligido José y decía dentro de sí:
-«Oh mi querido Jesús, que tenéis Vos que os molesta?; Oh querido hijo, oh, ¡hijo inocente!, Vos entre sufrimientos?, Vos que sois el Unigénito del Padre, el consuelo de todo el Paraíso, el alivio de nuestras almas; ¡Cómo sufre mi corazón al veros así entre angustias! ¡Ah, tal vez yo habré faltado en algo, tal vez lo habré disgustado!»-,
y así más se amargaba el afligido José, tanto más que el Divino Nino no le decía nada, y siguiendo el viaje con su pena se dirigía con la mirada hacia la Divina Madre, y veía que Ella también estaba triste, haciendo compañía a su Divino Hijo; pero el Santo con la expresión de su rostro hacía entender a la Divina Madre su dolor y Ella lo consolaba mencionándole como el Divino Niño estaba conversando con su Padre Divino, afligiéndose por las ofensas que recibía del mundo.
Con esta explicación quedaba bastante tranquilo el afligido José. Al convencerse de que su Jesús no se afligía por su causa, se tranquilizaba y desaparecía su pena, aunque sintiera cierta amargura al ver en esa pena. Y también el reflexionaba sobre muchas ofensas que su Dios recibía del mundo, y se dolía, derramando amarguísimas lágrimas, y permanecía inquieto hasta no ver tranquilizado a su Jesús, el cual luego le apaciguaba diciéndole:
-«Mi queridísimo padre mío, no sufráis demasiado, cuando me veis afligido!, ni esto os cause admiración, porque vos ya sabéis que Yo he venido al mundo para redimir al género humano, y siendo esta una misión de mucha importancia, estoy tratando continuamente de ella con mi Padre Divino. Yo sé cuánto mi Padre Celestial ama al mundo, y veo la recompensa que actualmente recibe del mundo ingrato, y también la que recibiré en el futuro, por lo cual no puedo menos que sentir toda la amargura. Si me veis afligido, no temáis que sea por causa vuestra, porque Yo os aseguro que vos sois para mí un consuelo y no una pena»-.
A estas palabras nuestro José se postraba en el suelo y bañado todo en lágrimas, le decía:
-«Compadeced y perdonad a vuestro siervo, porque es tanta la pena que siento al veros afligido y triste, que me siento traspasar el alma por este estado; al estar con Vos siento alivio y alegría, y si Vos estáis afligido, yo por cierto no puedo vivir consolado»-.
Y hacía muchas cordiales expresiones a su Jesús hablándole sobre el gran amor que le tenía y rogándole para que hiciera que toda la amargura que Él sentía le traspasara a su corazón, porque más contento habría sido si el todo lo hubiese tenido que sufrir, con tal de que no hubiese tenido que sufrir su Jesús, al cual amaba mucho más que a sí mismo, más bien, todo su amor había depositado en El.