«¡Feliz la que ha creído!»
Texto del Evangelio
(Lc 1,39-45): En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!».

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«¡Feliz la que ha creído!»
+ Mons. Ramon MALLA i Call Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España)
Hoy es el último domingo de este tiempo de preparación para la llegada —el Adviento— de Dios a Belén. Por ser en todo igual a nosotros, quiso ser concebido —como cualquier hombre— en el seno de una mujer, la Virgen María, pero por obra y gracia del Espíritu Santo, ya que era Dios. Pronto, en el día de Navidad, celebraremos con gran alegría su nacimiento.
El Evangelio de hoy nos presenta a dos personajes, María y su prima Isabel, las cuales nos indican la actitud que ha de haber en nuestro espíritu para contemplar este acontecimiento. Tiene que ser una actitud de fe, y de fe dinámica.
Isabel, con sincera humildad, «quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: ‘(…) ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?’» (Lc 1,41-43). Nadie se lo había contado; sólo la fe, el Espíritu Santo, le había hecho ver que su prima era madre de su Señor, de Dios.
Conociendo ahora la actitud de fe total por parte de María, cuando el Ángel le anunció que Dios la había escogido para ser su madre terrenal, Isabel no se recató en proclamar la alegría que da la fe. Lo pone de relieve diciendo: «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1,45).
Es, pues, con actitud de fe que hemos de vivir la Navidad. Pero, a imitación de María e Isabel, con fe dinámica. En consecuencia, como Isabel, si es necesario, no nos hemos de contener al expresar el agradecimiento y el gozo de tener la fe. Y, como María, además la hemos de manifestar con obras. «Se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel» (Lc 1,39-40) para felicitarla y ayudarla, quedándose unos tres meses con ella (cf. Lc 1,56).
San Ambrosio nos recomienda que, en estas fiestas, «tengamos todos el alma de María para glorificar al Señor». Es seguro que no nos faltarán ocasiones para compartir alegrías y ayudar a los necesitados.

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DE VISITAS Y ENCUENTROS
En cada encuentro se esconde un regalo inesperado. El que desconfía, no ve, no conoce, no comprende, no se asombra, no se admira. El que confía, descubre lo que está escondido a primera vista: lo bueno, lo bello, lo que construye y merece la pena. Sólo lo ve quien ama y confía. (A García Rubio)
En primer lugar el Dios Creador se acerca a una criatura, una mujer, para dialogar con ella, para contar con ella… y ella le responde con aquella misma Palabra de Dios con la que ´Él comenzó el mundo: «hágase». Y en su seno se hizo la vida.
Otro encuentro tuvo como protagonista al justo José, en este caso por medio de un sueño. Aquí no hubo palabras, pero sí actitudes y hechos. Ese encuentro lo hizo «padre» de Jesús, esposo de María, miembro y protector de una Sagrada Familia.
Fue un encuentro gozoso el del Niño de Belén con aquel grupo de pastores que recibió la alegre noticia: «os ha nacido un Salvador», precisamente a vosotros, gente de las «periferias» de Belén. Y ellos se llenaron de alegría y fueron al portal.
Más adelante tendría lugar el encuentro de aquellos Magos extranjeros llegados de lejos, con intención de doblar sus rodillas, acoger y adorar al Niño y entregarle sus mejores ofrendas.
Y también el encuentro que hoy nos ocupa: dos mujeres que se encuentran, por iniciativa de una de ellas. El Antiguo Testamento (Isabel y Juan), que había estado preparando el camino al Señor se alegra de la visita de la madre de mi Señor (Nuevo Testamento) y se «saludan» ellas y las criaturas todavía por nacer. Lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá. Y efectivamente, el Señor está contigo y será para siempre el Dios con nosotros, todos los días hasta el fin del mundo.
Lo primero que se le ocurrió a María después del encuentro con el Ángel del Señor, al recibir la noticia de que su prima Isabel lleva seis meses de embarazo, fue ir a acompañarla, teniendo en cuenta, además, que ya era de edad avanzada, y por lo tanto es casi seguro que no pudiera contar con la asistencia de la «abuela» del bebé que iba a nacer, como solía ocurrir en las familias de aquel entonces. De esta forma, la que acaba de ser visitada por Dios y se ha mostrado a sí misma como servidora (sierva) del Señor, pone inmediatamente en práctica lo que ha dicho, mostrando con su modo de obrar que servir a Dios es ponerse al servicio del prójimo, especialmente del que pueden estar más necesitado.
María debió recorrer unos ciento cincuenta kilómetros desde Nazareth, en Galilea, al norte de Israel, hasta una pequeña población de Judea llamada Aim-Karem, situada en la montaña, a unos tres kilómetros de Jerusalem. El recorrido solía durar cuatro o cinco días, empleando el medio de transporte más común de aquella época entre los pobres, que era el asno, pues el camello y el caballo eran para los más pudientes. Hay que tener en cuenta que aquellos caminos eran escarpados y más bien peligrosos, pues abundaban los ladrones. Y María estaba embarazada nada menos que del Hijo Dios. Habría sido más que razonable que se quedara recogida en casa, orando, o haciendo sus tareas de siempre. Pero no. Ella pensó, antes que en sí misma, en la necesidad de su pariente Isabel. Y allá que fue.
Así pues LA PRIMERA CONSECUENCIA de la encarnación del Hijo de Dios fue UN ENCUENTRO, una visita, unos abrazos y una alegría profunda. Tener a Dios con nosotros supone salir de uno mismo hacia las necesidades de los otros.
Y precisamente las cercanas fiestas de la Natividad las celebramos con múltiples encuentros, aunque no todos sean con la misma profundidad y trascendencia como los que acabamos de comentar. Y más en estos momentos que parece que los echamos más de menos y los necesitamos más que nunca (aunque haya que tener todos los cuidados sanitarios posibles y recomendados). ¿Cómo podríamos hacer que esos encuentros merecieran más la pena, y «cambiaran» algo en nosotros?
Las personas necesitamos encontrarnos con calma y con gozo. Hay demasiadas prisas que hacen nuestros encuentros cotidianos mas bien «roces» superficiales. No intercambiamos nada, no dejamos en el otro nada de nosotros mismos. Más bien «nos cruzamos».
Es estupendo que la llegada del Mesías propicie e invite a encontrarnos. Dice una de las oraciones litúrgicas: El mismo Señor que se nos mostrará aquel día lleno de gloria viene ahora a nuestro encuentro en cada persona y en cada acontecimiento, para que lo recibamos. (Prefacio III Adviento). Recibir, acoger, encontrarse con el otro es un signo de la fe. María es buen ejemplo.
• Lo segundo sería revisar lo que llevamos por dentro. Porque eso será lo que transmitamos y contagiemos, incluso aunque no abriéramos la boca. Podemos transmitir paz, serenidad, interés por escuchar y comprender, alegría, confianza, sinceridad, perdón… Otras cosas (¿hace falta enumerarlas?)… pues mejor dejarlas en algún cajón.
María se pone en marcha «portadora» de buenas noticias. Se siente profundamente gozosa, claro. Sin embargo, no le sobran inquietudes e incertidumbres. Y precisamente eso es lo que quiere compartir con su prima. Lo que llevamos dentro, lo que vivimos, lo que esperamos, lo que soñamos, lo que sufrimos… esos son los mejores temas para hablar. Lo más nuestro, lo más personal: nuestra vida. Aunque es cierto y normal que no con todos lo haremos del mismo modo.
• Por eso – y sería lo tercero- sin acaparar la atención y la conversación. El narcisismo tan propio de estos tiempos, y tan excesivo, nos hace creernos el centro del universo y que los demás giran a nuestro alrededor. Es necesario esforzamos por ponernos en el lugar del otro,«escucharlo» sinceramente. No es adecuado escuchar preparando mi contestación, o mi consejo o mi reproche… Se trata más bien de hacerme cargo del punto de vista y la situación personal y afectiva del otro. Puedo no estar de acuerdo, claro, pero seguramente lo más adecuado sea reposarlo, pensarlo y buscar mejor ocasión para expresarlo… o incluso dejarlo estar.
Para terminar, recojo unas palabras escritas por el Papa Francisco:
«El Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus necesidades, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura».
También eso: no estaría nada mal podernos dar algún abrazo sincero de reconciliación. Así la Navidad sería más Navidad. Que yo sea el mejor regalo que puedo llevar hasta los otros. Mi presencia llena del Dios que me habita, me fortalece y me ayuda a salir de mí mismo y ser «para el otro, para los otros». Como María, la Visitadora y servidora de aquella otra bendita mujer.

Pensamientos para el Evangelio de hoy
«Juan salta de gozo y María se alegra en su espíritu. Isabel fue llena del Espíritu después de concebir; María, en cambio, lo fue ya antes de concebir, porque de ella se dice: ‘¡Dichosa tú que has creído!’»
(San Ambrosio)
«Cuando María entra en casa de Isabel, su saludo va lleno de gracia. En este encuentro el protagonista silencioso es Jesús. María lo lleva en su seno como un sagrario, y nos lo ofrece como el don más sagrado. Allí donde llega María se hace presente Jesús»
(Benedicto XVI)
«‘Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros (…)’. Con Isabel, nos maravillamos y decimos: ‘¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?’ (Lc 1,43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora para nosotros como oró para sí misma: ‘Hágase en mí según tu palabra’ (Lc 1,38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: ‘Hágase tu voluntad’»
(Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2.677)
[…] Dulce Jesús mío, mi niño adorado ¡Ven a nuestras almas! ¡Ven no tardes tanto! Evangelio de hoy domingo, 19 de diciembre de 2021 […]
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