“Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.”

Alégrese, Jerusalén, y que se congreguen cuantos la aman. Compartan su alegría los que estaban tristes, vengan a saciarse con su felicidad. Is 66, 10-11

EVANGELIO DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO SEGÚN san Lucas (15,1-3.11-32)
“Es justo que haya fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”
Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Pero los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo entonces esta parábola: “Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: ‘Padre, dame la parte de herencia que me corresponde’. Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida inmoral. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. Él hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entones recapacitó y dijo: ‘¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre!’. Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: ‘Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’. Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: ‘Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo’. Pero el padre dijo a sus servidores: ‘Traigan enseguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado’. Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué significaba eso. Él le respondió: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo’. Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: ‘Hace tantos años que te sirvo sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!’. Pero el padre le dijo: ‘Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”. Palabra del Señor. R. Gloria a ti Señor Jesús
MEDITACIÓN
“Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y, conmovido profundamente, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó con ternura.”
El domingo pasado escuchamos la llamada urgente de Jesús a la conversión, a volver a Dios. Hoy, el evangelio nos revela con qué nos encontramos al volver a Dios. La descripción que hace Jesús del Padre es muy viva, clara e impresionante. La segunda lectura y el contexto litúrgico indican que la reconciliación es el dominante, por ellos, se debería hacer una buena catequesis sobre la reconciliación incluyendo la dimensión sacramental, sin perder de vista el amor misericordioso del Padre en el que hay que creer y al que hay que aceptar. Acá el pecado aparece como pérdida del don de la filiación, un dejar de vivir como hijos de Dios (cf. el hijo menor). El pecado así sería querer realizarse siguiendo la propia voluntad, lejos del padre. Un deseo de afirmar la propia voluntad sobre lo creado, como la serpiente dijo al oído del primer hombre: ‘seréis como Dios’ (cf. Gn 35). Como consecuencia del desordenado deseo de ser “señor” de sí mismo termina siendo esclavo, en una vida libertina, desordenada, dependiente de sus caprichos y gustos.
Como no valoró el don del amor del Padre y lo despilfarró, surge el auténtico arrepentimiento o profundo dolor. El vacío de bienes y de futuro lleva al hijo menor a entrar en sí mismo, a recapacitar. Sin la relación con Dios Padre, el hombre queda sumido en la miseria de la condición humana, sin casa ni hogar verdadero. Pero la misericordia del Padre es más fuerte que nuestro pecado, por ello, nos devuelve la condición de hijos. El hijo menor al recapacitar piensa en el padre, en lo bien que se estaba en casa. No se repliega amargamente sobre sus errores y sus fracasos. En efecto, una conciencia formada en la estricta justicia puede tener serias dificultades para aceptar el perdón del Padre, pues lo considera algo inmerecido, que no corresponde. Es verdad desde la lógica de las relaciones humanas, pero no desde la lógica del amor de Dios. Si así es nuestra conciencia, se encierra en su culpa y espera el castigo, resistiéndose a arrojarse en los brazos del Padre.
El evangelio nos dice que la misericordia triunfa sobre el juicio y el perdón de Dios es un gran regalo que se debe aceptar y valorar. Miremos más el deseo y alegría del Padre porque su hijo ha vuelto que no al remordimiento del hijo por haberle fallado al Padre. El padre con su abrazo ahoga la confesión del hijo arrepentido, le devuelve la dignidad filial simbolizada por las vestiduras y ordena fiesta. ¿Cómo recibió el padre de la parábola al hijo menor? ¿Acaso le pegó, lo regañó, le pasó factura, le dijo: te lo advertí mil veces, pero no me hiciste caso, no me escuchaste; ahora asumí las consecuencias? “Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y, conmovido profundamente, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó con ternura” (Lc 15,20). Lo fundamental para el padre fue que su hijo, a quien lo creía muerto, había regresado con vida. Así es el amor misericordioso del Padre Dios; así nos recibe y nos trata cuando volvemos a Él arrepentidos sinceramente por habernos alejado. El Padre es fiel a su paternidad siendo fiel al amor por su hijo rebelde; un amor que se transforma en misericordia cuando supera la norma precisa de la justicia.
Existe una especie de dos tipos de pecadores, representados por los dos hijos de nuestra parábola. Marko Rupnik expresa: «Fundamentalmente hay dos grupos de pecadores: el formado por los que más comúnmente son considerados pecadores, o sea las personas que roban, hacen el mal, confían en las riquezas, se dejan llevar por las pasiones de la carne, se enfadan, beben, riñen, matan…Son las personas que, al principio del capítulo 15 del evangelio de Lucas, se reúnen en torno a Cristo y se agolpan para escucharlo, para tocarlo o al menos rozar el borde de su manto […] Hay otro grupo de pecadores, el de los convencidos de no serlo, que se creen justos, que no experimentan en su corazón una necesidad vital de convertirse. Son las personas que se consideran en regla, que se han apoderado también de Dios y lo han reducido a una especie de ley, a un ritual, a una costumbre. Como observan la norma y viven según el cliché preestablecido, se creen justificadas y se consideran autorizadas a juzgar a todos según su presunta perfección […] Estas personas pretenden dominar a Dios con sus buenas acciones». El hijo mayor se había conformado con una pertenencia meramente externa a la casa paterna sin estar en comunión con los sentimientos del padre. Por ello no tiene compasión de su hermano y asume el rol de juez. La actitud del hijo mayor nos invita meditar en la posibilidad de que nuestro corazón se haya endurecido, que no nos sintamos ya hijos perdonados y amados del Padre, aunque permanezcamos todavía en casa, en la Iglesia.
Nuestra filiación es un don gratuito del amor paterno, lo que conlleva la gratuidad del perdón divino al pecador arrepentido. No se puede ser hijo si no se acepta ser hermano de todos los otros hijos del padre. W. Marchel dijo: “Nadie puede tener a Dios por padre, si no tiene al prójimo por hermano”. El papa Francisco expresó: “el deseo del Padre: que todos sus hijos tomen parte de su alegría; que nadie viva en condiciones no humanas como su hijo menor, ni en la orfandad, el aislamiento o en la amargura como el hijo mayor. Su corazón quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2,4)”,(homilía del 31 de marzo de 2019).

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