Un hombre pobre, sencillo, humilde, trabajador, buen cristiano y padre de familia son las características que han hecho de San Isidro un santo popular, no solo madrileño y para los madrileños, sino un santo internacional.

En San Isidro, el pueblo descubrió que no hacía falta ser alguien con determinadas capacidades, o ser el fundador de una gran orden religiosa para ser relevante, para ser santo. En él encuentran a «un santo de la puerta de al lado», en palabras del papa Francisco, porque San Isidro es uno de sus vecinos, alguien común que es santo, que hace milagros, es decir, alguien normal y corriente a quien Dios escucha. Y su condición de labrador también ha hecho que la gente del campo acuda a su intercesión en tiempo de sequía para que caiga la lluvia, porque este santo conoce sus necesidades y sabe los problemas que conlleva la falta de agua.
San Isidro labrador
(Año 1130)
San Isidro bendito: ruega por nuestros campos y por nuestrosagricultores.
Es el patrono de los agricultores del mundo. Le pusieron ese nombre en honor de San Isidoro, un santo muy apreciado en España.
Sus padres eran unos campesinos sumamente pobres que ni siquiera pudieron enviar a su hijo a la escuela. Pero en casa le enseñaron a tener temor a ofender a Dios y gran amor de caridad hacia el prójimo y un enorme aprecio por la oración y por la Santa Misa y la Comunión.
Huérfano y solo en el mundo cuando llegó a la edad de diez años Isidro se empleó como peón de campo, ayudando en la agricultura a Don Juan de Vargas un dueño de una finca, cerca de Madrid. Allí pasó muchos años de su existencia labrando las tierras, cultivando y cosechando.
Se casó con una sencilla campesina que también llegó a ser santa y ahora se llama Santa María de la Cabeza (no porque ese fuera su apellido, sino porque su cabeza es sacada en procesión en rogativas, cuando pasan muchos meses sin llover).
Isidro se levantaba muy de madrugada y nunca empezaba su día de trabajo sin haber asistido antes a la Santa Misa. Varios de sus compañeros muy envidiosos lo acusaron ante el patrón por «ausentismo» y abandono del trabajo. El señor Vargas se fue a observar el campo y notó que sí era cierto que Isidro llegaba una hora más tarde que los otros (en aquel tiempo se trabajaba de seis de la mañana a seis de la tarde) pero que mientras Isidro oía misa, un personaje invisible (quizá un ángel) le guaba sus bueyes y estos araban juiciosamente como si el propio campesino los estuviera dirigiendo.
Los mahometanos se apoderaron de Madrid y de sus alrededores y los buenos católicos tuvieron que salir huyendo. Isidro fue uno de los inmigrantes y sufrió por un buen tiempo lo que es irse a vivir donde nadie lo conoce a uno y donde es muy difícil conseguir empleo y confianza de las gentes. Pero sabía aquello que Dios ha prometido varias veces en la Biblia: «Yo nunca te abandonaré», y confió en Dios y fue ayudado por Dios.
Lo que ganaba como jornalero, Isidro lo distribuía en tres partes: una para el templo, otra para los pobres y otra para su familia (él, su esposa y su hijito). Y hasta para las avecillas tenía sus apartados. En pleno invierno cuando el suelo se cubría de nieve, Isidro esparcía granos de trigo por el camino para que las avecillas tuvieran con que alimentarse. Un día lo invitaron a un gran almuerzo. El se llevó a varios mendigos a que almorzaran también. El invitador le dijo disgustado que solamente le podía dar almuerzo a él y no para los otros. Isidro repartió su almuerzo entre los mendigos y alcanzó para todos y sobró.
Los domingos los distribuía así: un buen rato en el templo rezando, asistiendo a misa y escuchando la Palabra de Dios. Otro buen rato visitando pobres y enfermos y por la tarde saliendo a pasear por los campos con su esposa y su hijito. Pero un día mientras ellos corrían por el campo, dejaron al niñito junto a un profundo pozo de sacar agua y en un movimiento brusco del chiquitín, la canasta donde estaba dio vuelta y cayó dentro del hoyo. Alcanzaron a ver esto los dos esposos y corrieron junto al pozo, pero este era muy profundo y no había cómo rescatar al hijo. Entonces se arrodillaron a rezar con toda fe y las aguas de aquel aljibe fueron subiendo y apareció la canasta con el niño y a este no le había sucedido ningún mal. No se cansaron nunca de dar gracias a Dios por tan admirable prodigio.
Volvió después a Madrid y se alquiló como obrero en una finca, pero los otros peones, llenos de envidia lo acusaron ante el dueño de que trabajaba menos que los demás por dedicarse a rezar y a ir al templo. El dueño le puso entonces como tarea a cada obrero cultivar una parcela de tierra. Y la de Isidro produjo el doble que las de los demás, porque Nuestro Señor le recompensaba su piedad y su generosidad.
En el año 1130 sintiendo que se iba a morir hizo humilde confesión de sus pecados y recomendando a sus familiares y amigos que tuvieran mucho amor a Dios y mucha caridad con el prójimo, murió santamente.
A los 43 años de haber sido sepultado en 1163 sacaron del sepulcro su cadáver y estaba incorrupto, como si estuviera recién muerto. Las gentes consideraron esto como un milagro. Poco después el rey Felipe III se hallaba gravísimamente enfermo y los médicos dijeron que se moriría de aquella enfermedad. Entonces sacaron los restos de San Isidro del templo a donde los habían llevado cuando los trasladaron del cementerio. Y tan pronto como los restos salieron del templo, al rey se le fue la fiebre y al llegar junto a él los restos del santo se le fue por completo la enfermedad. A causa de esto el rey intecedió ante el Sumo Pontífice para que declarara santo al humilde labrador, y por este y otros muchos milagros, el Papa lo canonizó en el año 1622 junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Francisco Javier y San Felipe Neri.


«Se hace tarde. No es que tenga prisa por llegar a parte alguna. A mi edad ya no se tiene prisa. Las espigas de trigo ya no esperan mi abrazo en el verano ni el grano me echa de menos en el invierno, cuando el molino da vueltas y más vueltas. Y más vueltas. Es tarde. Para alguien de mi edad siempre está atardeciendo. Quizás hoy por última vez. Mientras acaba el día, a veces añoro que me falle la memoria: no tendría así que recordar la cantidad de exageraciones que he tenido que escuchar sobre mí. Que si soy santo, que si obro milagros, que si los ángeles hacen mi trabajo mientras yo rezo… Yo soy Isidro, sólo Isidro. Un siervo de Dios, el más pequeño. Uno que aprendió en las Santas Escrituras a amasar la tierra para que dé fruto, como hiciera mi Señor tantas veces. Soy Isidro, el hombre que ama la tierra que labra, que acaricia el agua que de pronto brota del manantial en la pradera, que mira a los ojos de sus bueyes y se hace entender. Ya no hay muecines que llamen a la oración de la tarde desde el alminar. Pero fue escuchándoles como empecé a ser Isidro…».
«Nada es fácil si eres pobre, a no ser que te baste con la tierra que pisas. Fue mi caso, pero hasta la hermana tierra tembló al paso de las huestes de Alí ibn Yúsuf en su empeño por hacerse con Madrid y Toledo, plazas que se le resistieron hasta el final. Yo, y otras gentes de paz como yo, que conocimos y respetamos el islam, nos convertimos entonces en peregrinos, expatriados en busca de serenidad. Emigrantes fuimos. Y así llegamos a Torrelaguna. Y allí me encontré con ella. María. María Toribia. Mi María, de la que nació nuestro Illán. Nada puede alegrar más el corazón de unos padres que haber criado a un buen hijo. Y el nuestro lo es. También él ha de convivir a diario con esa impertinencia de que le llamen santo. Como si el celebrar cada día la vida y dar gracias a Dios por la existencia ayudando a otros fuera tan extraordinaria cosa que se necesitase un altar. ‘Tu eres un santo de los de la puerta de al lado -le digo a menudo a Illán-. Eres como esa multitud de hombres de sincero corazón que no pasaremos a la historia’. Aunque en verdad, la tarde en que casi lo perdimos cuando cayó al pozo, María y yo supimos que Dios había puesto sus ojos en nuestro pequeño…».
«No recuerdo si he dicho ya que se hace tarde. Al final va a ser cierto que algo de memoria sí que estoy perdiendo. Sé que atardece. María… mi María y yo hace tiempo que no nos vemos. No porque nos falte amor, sino para atender a los encargos del amo y para mejor entregarnos a contemplar a Dios y pedir por los hombres. He vivido demasiado, 90 años son demasiados para quien ha permanecido atado a la tierra, labrándola, arañándola con la esperanza de aprender de ella a dar frutos. Ahora, cuando la noche está ya cerca, puedo decir que he cumplido. Mi testamento da fe de cómo ha sido mi vida, mi deseo es recibir el Cuerpo de Cristo en el lecho cuando la muerte me mire a los ojos. Pido a Dios fuerzas para golpear mi pecho en señal de petición de perdón, y para hacer la señal de la cruz en el último momento sobre este cuerpo frágil que no ha buscado otra cosa que serle fiel a la tierra, a la misma tierra a la que entrego mi cuerpo para que vuelva a ser polvo».