Murió achicharrado vivo, el Beato Juan Duarte Martín

«Os perdono y pido que Dios os perdone».

Juan Duarte Martín

Nuestra Iglesia… Tuya Señor.

Le rebanaron los genitales con una navaja de afeitar, le machacaron las tripas, abrieron su cuerpo en canal de abajo a arriba con un machete, como el de un cerdo, y, todavía vivo, le llenaron el vientre de gasolina y le prendieron fuego. Pero Juan Duarte Martín, comido por las llamas, alcanzó a decir: «Os perdono y pido que Dios os perdone».

Era el 15 de noviembre de 1936, en el arroyo Bujía del pueblo de Álora (Málaga). Juan tenía 24 años y su único delito: ser diácono de la Iglesia católica y negarse a apostatar de la fe que dio sentido a su corta vida.

En el calabozo de Álora, los milicianos se ensañaron con Juan Duarte. «Quizás para dar un castigo ejemplar y un escarmiento», aventura Torres Mora. Una semana de pasión para él desde el 7 al 15 de noviembre de 1936. Con torturas y humillaciones de todo tipo: palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación de corriente eléctrica en los genitales, paseos por las calles entre mofas…

¿Quién era el Beato Juan Duarte Martín?

«Era rubio, con los ojos verdes y un lunar precioso en la cara. Era alto y atractivo. El encanto del pueblo, vamos. Un seminarista que sólo con la mirada atraía a la gente». 

Hijo de labradores acomodados y profundamente religiosos, Juan siempre quiso ser cura y se fue al seminario de Málaga en 1924. Seminarista ejemplar, inteligente y estudioso, pronto se ganó la amistad de sus compañeros y la confianza de los superiores.

Un único sueño

Crecía feliz con un único sueño: ser cura. Un sueño que comienza a empañarse en 1931 con la quema de las iglesias en Málaga, que obliga a Juan a refugiarse en su pueblo natal, pero. Pero, a los pocos días, no aguanta más y regresa a Málaga, para echar una mano en la reconstrucción del seminario incendiado.
Vuelve cierta normalidad al seminario y a la vida de Juan que es ordenado diácono el 6 de marzo de 1936 en la catedral. Sólo le queda un peldaño para ser cura. Roza su sueño con los dedos.

Como diácono, promete ya castidad y obediencia, pero no puede confesar ni consagrar. Levantar la hostia y perdonar los pecados es su máxima aspiración. Y, aunque todavía no lo sabe, Juan se quedará a las puertas de la consagración y de la absolución.

La guerra civil 

Unos meses después estalla la guerra civil y los seminaristas vuelven a sus pueblos. Juan regresa a Yunquera. Pero orgulloso de ser lo que es, se empeña en salir a la calle con sotana y no se esconde en el zulo que le habían preparado. A pesar de las lágrimas de sus padres, que se temían lo peor.

Su libreta de apuntes

Y la tragedia llegó el 7 de noviembre- Una vecina lo delató a los milicianos, que vinieron a por él y se lo llevaron a la garipola o calabozo municipal de Álora. Años después, la delatora fue, a su vez, ajusticiada por los nacionales en esa curiosa forma de justicia que aporta la venganza.

El calabozo

En el calabozo de Álora, los milicianos se ensañaron con Juan Duarte. «Quizás para dar un castigo ejemplar y un escarmiento», aventura Torres Mora. Una semana de pasión para él desde el 7 al 15 de noviembre de 1936. Con torturas y humillaciones de todo tipo: palizas diarias, introducción de cañas bajo las uñas, aplicación de corriente eléctrica en los genitales, paseos por las calles entre mofas…

Hasta intentaron hacerlo pecar. Le mandaban a la cárcel mujeres, pero ninguna conseguía acostarse con él. El último día, le enviaron una chiquilla de 16 años y Juan volvió a rechazarla. «No lo he podido convencer», salió diciendo la joven. Entonces, un miliciano lo castró con una navaja de afeitar y entregó sus testículos a la chica:
-Paséalos por el pueblo, le ordenó.

Pero, hasta en el pueblo, el escarnio sentó mal y algunos vecinos fueron a ver a Juan para convencerlo de que renegara de su fe y salvase la vida. Pero él no quería renunciar «al tesoro de su fe». Ni por salvar la vida. Sólo decía a sus sádicos captores: 

«Lo que me hacéis a mí se lo estáis haciendo al Señor».

Muere achicharrado vivo

Presionado por el pueblo, el comité miliciano decidió acabar con el diácono, que murió achicharrado vivo, mientras decía:

-¡Ya lo estoy viendo…ya lo estoy viendo!

¿Qué estás viendo tú, desgraciado?, le espetó, indignado, un miliciano, mientras descargaba su pistola en la cabeza de Juan.

Varios días después de su muerte, algunos milicianos seguían disparando al cadáver. Hasta que un vecino se acercó por la noche y lo enterró en el arroyo. Su familia, que lo buscaba desesperada, tardó 7 meses en encontrarlo. Un monolito recuerda hoy su memoria en el arroyo Bujía, a kilómetro y medio de la estación de Álora.

Solemne beatificación

Aunque la memoria de Juan permanecerá ya viva para siempre como beato de la Iglesia católica, por haber sido mártir de la fe. El 28 de octubre de 2007 se celebró la solemne beatificación de 498 mártires de la guerra civil española. En la Plaza de San Pedro y presidida por el propio Benedicto XVI ante 50.000 personas. La mayor en la Historia de la Iglesia católica. Entre los nuevos beatos, Juan Duarte.

Una ceremonia precedida por la polémica. Muchos la consideraron la respuesta de la Iglesia católica a la Ley de la Memoria Histórica. Y allí, en primera fila, en la plaza de San Pedro estaba precisamente el ponente de la ley socialista. «El domingo estaba en Roma, cumpliendo una vieja promesa que le hice a mi abuela Ana, la hermana de tío Juan, y el jueves siguiente subía a la tribuna del Congreso de los diputados a defender la ley».

Más aún, Torres Mora se sintió «contento de poder hacer ambas cosas: honrar a mi familia en Roma y a mis ideas políticas en el Congreso». En la tribuna, ante la atenta mirada del presidente, el socialista y cristiano, José Bono, el diputado socialista, temblando de emoción por dentro, reivindicaba la memoria de todas las víctimas de todos los bandos.

«No comparto las ideas de mi tío, pero mucho menos comparto las de quienes lo mataron. Merece ser honrado como todos los que murieron por defender unas ideas políticas, unas creencias religiosas o una forma de vivir sin otra arma que la palabra. Todos merecen ser llorados y honrados». Emocionado, a Torres Mora se le escapa una lágrima. De la misma magnitud y calidez que la que también había rodado por su mejilla en el Vaticano, mientras el coro de la capilla sixtina entonaba la solemne antífona de la beatificación: «Vienen de la gran tribulación».

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