“La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”.
Constitución apostólica Munificentissimus Deus (“Benevolísimo Dios”) Papa Pío XII, Dogma de la Asunción de Santa María, 1950.
El dogma de su Asunción a los Cielos, definido en 1950 por el Papa Pío XII, no se pronuncia sobre algo que debaten los teólogos, estableciendo que aquélla se produjo “cumplido el curso de su vida terrena”.

Este es un tema que seguramente fue cuestión de discusión después de que Pío XII declarara el dogma de la Asunción, pues al final, por prudencia, no se pronunció definitivamente sobre la muerte o no de María: nunca aclaró si fue asunta después de morir y resucitar, o si fue trasladada al cielo en cuerpo y alma sin pasar por el trance de la muerte.
Sin embargo, este dogma no especifica si Santa María murió y luego resucitó. Pío XII no pretendió negar el hecho de la muerte; pero tampoco juzgó oportuno afirmar, como verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de Dios.
¿Murió la Virgen María?

Muchos cristianos han creído durante siglos, y algunos todavía creen, que la Virgen María no murió como las demás criaturas. Que se quedó dormida como en un sueño profundo, y así fue llevada al cielo. Esta creencia se basa en ciertos pasajes de la Biblia, que afirman que la muerte entró en el mundo por culpa del pecado. Y como María no cometió pecado, se decía que no le correspondía morir.
Pero esta opinión nunca fue unánime en la Iglesia, y dividió a los católicos durante mucho tiempo. Por eso, cuando en 1950 el Papa Pío XII declaró el dogma de la Asunción de María, los teólogos pensaron que aludiría a la cuestión de su muerte y solucionaría el problema. Pero Pío XII prefirió no entrar en controversias teológicas, y simplemente dijo: “Declaramos ser dogma divinamente revelado, que la Inmaculada madre de Dios, terminado el curso de su vida terrenal, fue llevada en cuerpo y alma al cielo”. Con lo cual dejó el tema sin resolver.
«Ser llevada» se dice en latín «assumi», de donde procede el término «Asunción», de significado pasivo, para distinguirla de «Ascensión» que tiene significado activo, y es el misterio de Jesucristo, quien «subió» a los cielos por su propia virtud, mientras que María «fue llevada».
Fue San Juan Pablo II, en su catequesis del 25 de junio de 1997, quien puso fin al debate, afirmando que la madre de Jesús sí murió, como toda criatura humana. El Papa justificó su afirmación por tres motivos.
Primero
Porque la tradición de la Iglesia siempre ha sostenido que María fue llevada al cielo después de morir.
Desde los primeros siglos, figuras importantes como san Epifanio († 403), san Ambrosio († 397), San Jerónimo († 420), San Agustín († 430), San Juan Damasceno († 749), san Anselmo († 1109), santo Tomás de Aquino († 1274), san Alberto Magno († 1280), San Bernardino de Sena († 1444), y una larga lista de escritores eclesiásticos, defendieron de manera terminante la muerte de la Virgen. Sólo en el siglo XVII comienza a aparecer la opinión de la inmortalidad corporal de María. Por eso, dice el Papa, quienes sostienen que la Virgen no murió se oponen a la auténtica tradición de la Iglesia.
Segundo
Porque pensar que María no murió es otorgarle a ella un privilegio que la colocaría por encima de su propio Hijo, ya que Jesús tampoco tuvo pecado y sin embargo, murió.
La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado, y transformándola en instrumento de salvación. Y para participar de la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte.
Tercero
Porque para poder resucitar es necesario antes morir.
Si María no hubiera muerto ¿cómo habría entrado en la vida eterna?
Por todo ello, concluye el Papa, María de Nazaret tuvo que haber muerto.
Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria.
“María murió sin dolor, porque vivió sin placer; sin temor, porque vivió sin pecado; sin sentimiento, porque vivió sin apego terrenal. Su muerte fue semejante al declinar de una hermosa tarde, fue como un sueño dulce y apacible; era menos el fin de una vida que la aurora de una existencia mejor. Para designarla la Iglesia encontró una palabra encantadora: la llama sueño (o dormición), de la Virgen».
Garriguet, ilustre mariólogo
La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen

Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste.
Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo divino, para compartir con él la vida inmortal.
De este modo la Virgen habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida.
San Francisco de Sales considera que la muerte de María se produjo como efecto de un ímpetu de amor. Habla de una muerte «en el amor, a causa del amor y por amor», y por eso llega a afirmar que la Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús.
Dentro de la Iglesia han existido dos tradiciones.
Algunos teólogos han sostenido que la Virgen fue liberada de la muerte, tuvo solo una dormición y luego pasó a la gloria celeste. Otros sostienen que María sí murió, luego resucitó y después fue asunta al cielo.
“Si Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario en lo que se refiere a su madre”.
San Juan Damasceno.
“Ella por privilegio de todo singular ha vencido el pecado con su inmaculada concepción, pero no fue sujeta a la ley de reposar en la corrupción del sepulcro ni tuvo que esperar la rendición de su cuerpo hasta el fin del mundo”.
Pio XII.
«Debemos hacer por nuestra invocación de cada día, que María sea nuestra Medianera, nuestra abogada, de suerte que podamos esperar de Ella, llevada a la gloria del cielo, en la hora de nuestra muerte, -QUE TAMBIÉN FUE LA SUYA- YA QUE ELLA TAMBIÉN SUPERÓ ESTE PASO, ya que en ella estaba la gracia de la redención, más bien que la gracia de creación, que no le confería la inmortalidad propiamente dicha, que sea entonces nuestra abogada ante la divina bondad y misericordia»
Pío XI.
Relatos sobre la muerte de la Santísima Virgen
ASÍ MURIÓ LA VIRGEN MARÍA, según San Juan Damasceno
“La Madre de Dios no murió de enfermedad, porque ella por no tener pecado original no tenía que recibir el castigo de la enfermedad. Ella no murió de ancianidad, porque no tenía por qué envejecer, ya que a ella no le llegaba el castigo del pecado de los primeros padres: envejecer y acabarse por debilidad. Ella murió de amor. Era tanto el deseo de irse al cielo donde estaba su Hijo, que este amor la hizo morir.
Unos catorce años después de la muerte de Jesús, cuando ya había empleado todo su tiempo en enseñar la religión del Salvador a pequeños y grandes, cuando había consolado tantas personas tristes y había ayudado a tantos enfermos y moribundos, hizo saber a los Apóstoles que ya se aproximaba la fecha de partir de este mundo para la eternidad.
Los Apóstoles la amaban como a la más bondadosa de todas las madres y se apresuraron a viajar para recibir de sus maternales labios sus últimos consejos, y de sus sacrosantas manos su última bendición.
Fueron llegando, y con lágrimas copiosas, y de rodillas, besaron esas manos santas que tantas veces los habían bendecido. Para cada uno de ellos tuvo la excelsa Señora palabras de consuelo y de esperanza. Y luego, como quien se duerme en el más plácido de los sueños, fue Ella cerrando santamente sus ojos; y su alma, mil veces bendita, partió a la eternidad.
La noticia cundió por toda la ciudad, y no hubo un cristiano que no viniera a llorar junto a su cuerpo , como por la muerte de la propia madre. Su entierro más parecía una procesión de Pascua que un funeral. Todos cantaban el Aleluya con la más firme esperanza de que ahora tenían una poderosísima Protectora en el cielo, para interceder por cada uno de los discípulos de Jesús.
En el aire se sentían suavísimos pero fuertes aromas, y parecía escuchar cada uno, armonías de músicas muy suaves. Pero, Tomás Apóstol, no había alcanzado a llegar a tiempo. Cuando arribó ya habían vuelto de sepultar a la Santísima Madre.
Pedro, – dijo Tomás- No me puedes negar el gran favor de poder ir a la tumba de mi madre amabilísima y darle un último beso a esas manos santas que tantas veces me bendijeron. Y Pedro aceptó.
Se fueron todos hacia el Santo Sepulcro, y cuando ya estaban cerca empezaron a sentir de nuevo suavísimos aromas en el ambiente y armoniosas músicas en el aire.
Abrieron el sepulcro y en vez de ver el cuerpo de la Vírgen encontraron solamente…una gran cantidad de flores muy hermosas. Jesucristo había venido, había resucitado a Su Madre Santísima y la había llevado al cielo.
Esto es lo que llamamos La Asunción de la Vírgen María.
EL TRÁNSITO FELICÍSIMO Y GLORIOSO DE MARÍA SANTÍSIMA, según Sor María de Jesús de Ágreda

Revelación de la Santísima Virgen María a la Beata Madre Sor María de Jesús de Ágreda, relatado en el capítulo 19 del libro VIII de la obra «Ciudad Mística de Dios»
El tránsito felicísimo y glorioso de María Santísimo y cómo los Apóstoles y discípulos llegaron antes a Jerusalén y se hallaron presentes a él.
Acercábase ya el día determinado por la divina voluntad en que la verdadera y viva arca del Testamento había de ser colocada en el templo de la celestial Jerusalén con mayor gloria y júbilo que su figura fue colocada por Salomón en el santuario debajo de las alas de los querubines (3 Re 8, 6). Y tres días antes del tránsito felicísimo de la gran Señora se hallaron congregados los Apóstoles y discípulos en Jerusalén y casa del Cenáculo.
El primero que llegó fue San Pedro, porque le trajo un Ángel desde Roma, donde estaba en aquella ocasión. Y allí se le apareció y le dijo cómo se llegaba cerca el tránsito de María santísima, que el Señor mandaba viniese a Jerusalén para hallarse presente. Y dándole el Ángel este aviso le trajo desde Italia al cenáculo, donde estaba la Reina del mundo retirada en su oratorio, algo rendidas las fuerzas del cuerpo a las del amor divino, porque como estaba tan vecina del último fin, participaba de sus. condiciones con más eficacia.
Salió la gran Señora a la puerta del oratorio a recibir al Vicario de Cristo nuestro
Salvador y puesta de rodillas a sus pies le pidió la bendición y le dijo: Doy gracias y alabo al Todopoderoso porque me ha traído a mi Santo Padre, para que me asista en la hora de mi muerte.—Llegó luego San Pablo, a quien la Reina hizo respectivamente la misma reverencia con iguales demostraciones del gozo que tenía de verle. Saludáronla los Apóstoles como a Madre del mismo Dios, como a su Reina y propia Señora de todo lo criado, pero con no menos dolor que reverencia, porque sabían venían a su dichoso tránsito.
Tras de los Apóstoles llegaron los demás y los discípulos que vivían, de manera
que tres días antes estuvieron todos juntos en el Cenáculo, y a todos recibió la divina Madre con profunda humildad, reverencia y caricia, pidiendo a cada uno que la bendijese, y todos lo hicieron y la saludaron con admirable veneración; y por orden de la misma Señora, que dio a San Juan, fueron todos hospedados y acomodados, acudiendo también a esto con San Juan, Santiago [Jacobo] Apóstol el Menor.
Algunos de los apóstoles que fueron traídos por ministerio de los Ángeles y del fin
de su venida los habían ya informado, se fervorizaron con gran ternura en la consideración que les había de faltar su único amparo y consuelo, con que derramaron copiosas lágrimas. Otros lo ignoraban, en especial los discípulos, porque no tuvieron aviso exterior de los Ángeles, sino con inspiraciones interiores e impulso suave y eficaz en que conocieron ser voluntad de Dios que luego viniesen a Jerusalén, como lo hicieron.
Comunicaron luego con San Pedro la causa de su venida, para que los informase de la novedad que se ofrecía; porque todos convinieron que si no la hubiera no los llamara el Señor con la fuerza que para venir habían sentido. El Apóstol San Pedro, como cabeza de la Iglesia, los juntó a todos para informarlos de la causa de su venida y estando así congregados les dijo: «Carísimos hijos y hermanos míos, el Señor nos ha llamado y traído a Jerusalén de partes tan remotas no sin causa grande y de sumo dolor para nosotros. Su Majestad quiere llevarse luego al trono de la eterna gloria a su beatísima Madre, nuestra maestra, todo nuestro consuelo y amparo. Quiere su disposición divina que todos nos hallemos presentes a su felicísimo y glorioso tránsito. Cuando nuestro Maestro y Redentor se subió a la diestra de su Eterno Padre, aunque nos dejó huérfanos de su deseable vista, teníamos a su Madre santísima para nuestro refugio y verdadero consuelo en la vida mortal; pero ahora que nuestra Madre y nuestra luz nos deja, ¿qué haremos?
¿Qué amparo y qué esperanza tendremos que nos aliente en nuestra peregrinación? Ninguna halló más de que todos la seguiremos con el tiempo».
No pudo alargarse más San Pedro, porque le atajaron las lágrimas y sollozos que
no pudo contener, y tampoco los demás Apóstoles le pudieron responder en grande espacio de tiempo, en que con íntimos suspiros del corazón estuvieron derramando copiosas y tiernas lágrimas; pero después que el Vicario de Cristo se recobró un poco para hablar, añadió y dijo: «Hijos míos, vamos a la presencia de nuestra Madre y Señora, acompañémosla lo que tuviere de vida y pidámosla nos deje su santa bendición.
Fueron todos con San Pedro al oratorio de la gran Reina y halláronla de rodillas sobre una tarimilla que tenía para reclinarse cuando descansaba un poco. Viéronla todos hermosísima y llena de resplandor celestial y acompañada de los mil ángeles que la asistían.

La disposición natural de su sagrado y virginal cuerpo y rostro era la misma que
tuvo de treinta y tres años; porque desde aquella edad, como dije en la segunda parte (Cf. supra p. II n. 856), nunca hizo mudanza del natural estado, ni sintió los efectos de los años ni de la senectud o vejez, ni tuvo arrugas en el rostro ni en el cuerpo, ni se le puso más débil, flaco y magro, como sucede a los demás hijos de Adán, que con la vejez desfallecen y se desfiguran de lo que fueron en la juventud o edad perfecta.
La inmutabilidad en esto fue privilegio único de María santísima, así porque correspondiera a la estabilidad de su alma purísima, como porque en ella fue correspondiente y consiguiente a la inmunidad que tuvo de la primera culpa de Adán, cuyos efectos en cuanto a esto no alcanzaron a su sagrado cuerpo ni a su alma purísima.
Los Apóstoles y discípulos y algunos otros fieles ocuparon el oratorio de María santísima, estando todos ordenadamente en su presencia, y San Pedro con San Juan Evangelista se pusieron a la cabecera de la tarima.
La gran Señora los miró a todos con la modestia y reverencia que solía y hablando con ellos dijo: «Carísimos hijos míos, dad licencia a vuestra sierva para hablar en vuestra presencia y manifestaros mis humildes deseos.»—Respondióla San Pedro que todos la oirían con atención y la obedecerían en lo que mandase y la suplicó se asentase en la tarima para hablarles. Parecióle a San Pedro estaría algo fatigada de haber perseverado tanto de rodillas, y que en aquella postura estaba orando al Señor y para hablar con ellos era justo tomase asiento como Reina de todos.
Pero la que era maestra de humildad y obediencia hasta la muerte, cumplió con
estas virtudes aquella hora y respondió que obedecería en pidiéndoles a todos su bendición y que le permitieran este consuelo.
Con el consentimiento de San Pedro salió de la tarima y se puso de rodillas ante el mismo Apóstol y le dijo: «Señor, como Pastor Universal y Cabeza de la Santa Iglesia, os suplico que en vuestro nombre y suyo me deis vuestra santa bendición y perdonéis a esta sierva vuestra lo poco que os he servido en mi vida, para que de ella parta a la eterna. Y si es vuestra voluntad, dad licencia para que San Juan disponga de mis vestiduras, que son dos túnicas, dándolas a unas doncellas
pobres, que su caridad me ha obligado siempre«.—Postróse luego y besó los pies de San Pedro como Vicario de Cristo, con abundantes lágrimas y no menor admiración que llanto del mismo Apóstol y todos los circunstantes.
De San Pedro pasó a San Juan y puesta también a sus pies le dijo: «Perdonad, hijo mío y mi señor, el no haber hecho con vos el oficio de Madre que debía, como me lo mandó el Señor, cuando de la cruz os señaló por hijo mío y a mí por madre vuestra (Jn 19, 27). Yo os doy humildes y reconocidas gracias por la piedad con que como hijo me habéis asistido. Dadme vuestra bendición para subir
a la compañía y eterna vista del que me crió».
Prosiguió esta despedida la dulcísima Madre, hablando a todos los Apóstoles singularmente y algunos discípulos, y después a los demás circunstantes juntos, que eran muchos. Hecha esta diligencia se levantó en pie y hablando a toda aquella santa congregación en común dijo: «Carísimos hijos míos y mis señores, siempre os he tenido en mi alma y escritos en mi corazón, donde tiernamente os he amado con la caridad y amor que me comunicó mi Hijo santísimo, a quien he mirado siempre en vosotros como en sus escogidos y amigos. Por su voluntad santa y eterna me voy a las moradas celestiales, donde os prometo, como Madre, que os tendré presentes en la clarísima luz de la divinidad, cuya vista espera y desea mi alma con seguridad. La Iglesia mi madre os encomiendo con la exaltación del santo nombre del Altísimo, la dilatación de su ley evangélica, la estimación y aprecio de las palabras de mi Hijo santísimo, la memoria de su vida y muerte y la ejecución de toda su doctrina. Amad, hijos míos, a la Santa Iglesia y de todo corazón unos a otros con aquel vínculo de la caridad y paz que siempre os enseñó vuestro Maestro. Y a vos, Pedro, pontífice santo, os encomiendo a Juan mi hijo y también a los demás.«
Acabó de hablar María santísima, cuyas palabras como flechas de divino fuego
penetraron y derritieron los corazones de todos los apóstoles y circunstantes, y rompiendo todos en arroyos de lágrimas y dolor irreparable se postraron en tierra, moviéndola y enterneciéndola con gemidos y sollozos; lloraron todos, y lloró también con ellos la dulcísima María, que no quiso resistir a tan amargo y justo llanto de sus hijos. Y después de algún espacio les habló otra vez y les pidió que con ella y por ella orasen todos en silencio, y así lo hicieron.
En esta quietud sosegada descendió del cielo el Verbo humanado en un trono de inefable gloria, acompañado de todos los santos de la humana naturaleza y de innumerables de los coros de los ángeles, y se llenó de gloria la casa del cenáculo.
María santísima adoró al Señor y le besó los pies y postrada ante ellos hizo el último y profundísimo acto de reconocimiento y humillación en la vida mortal, y más que todos los hombres después de sus culpas se humillaron, ni jamás se humillarán, se encogió y pegó con el polvo esta purísima criatura y Reina de las alturas.
Diole su Hijo santísimo la bendición y en presencia de los cortesanos del cielo la dijo estas palabras: «Madre mía carísima, a quien yo escogí para mi habitación, ya es llegada la hora en que habéis de pasar de la vida mortal y del mundo a la gloria de mi Padre y mía, donde tenéis preparado el asiento a mi diestra, que gozaréis por toda la eternidad. Y porque hice que como Madre mía entraseis en el mundo libre y exenta de la culpa, tampoco para salir de él tiene licencia ni derecho de tocaros la muerte. Si no queréis pasar por ella, venid conmigo, para que participéis de mi gloria que tenéis merecida».
Postróse la prudentísima Madre ante su Hijo y con alegre semblante le respondió: «Hijo y Señor mío, yo os suplico que Vuestra Madre y sierva entré en la eterna vida por la puerta común de la muerte natural, como los demás hijos de Adán. Vos, que sois mi verdadero Dios, la padecisteis sin tener obligación a morir; justo es que como yo he procurado seguiros en la vida os acompañe también en morir».
Aprobó Cristo nuestro Salvador el sacrificio y voluntad de su Madre santísima y dijo que se cumpliese lo que ella deseaba. Luego todos los Ángeles comenzaron a cantar con celestial armonía algunos versos de los cánticos de Salomón y otros nuevos. Y aunque de la presencia de Cristo nuestro Salvador solos algunos Apóstoles con San Juan Evangelista tuvieron especial ilustración y los demás sintieron en su interior, divinos y poderosos efectos, pero la música de los Ángeles la percibieron con los sentidos así los Apóstoles y discípulos, como
otros muchos fieles que allí estaban.
Salió también una fragancia divina que con la música se percibía hasta la calle. Y la casa del Cenáculo se llenó de resplandor admirable, viéndolo todos, y el Señor ordenó que para testigos de esta nueva maravilla concurriese mucha gente de Jerusalén que ocupaba las calles.
Al entonar los Ángeles la música, se reclinó María santísima en su tarima o lecho,
quedándole la túnica como unida al sagrado cuerpo, puestas las manos juntas y los ojos fijados en su Hijo santísimo, y toda enardecida en la llama de su divino amor. Y cuando los Ángeles llegaron a cantar aquellos versos del capítulo 2 de los Cantares (Cant 2, 10): Surge, propera, amica mea, etc., que quieren decir: «Levántate y date prisa, amiga mía, paloma mía, hermosa mía, y ven que ya pasó el invierno», etc., en estas palabras pronunció ella las que su Hijo santísimo en la Cruz: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46).—Cerró los virginales ojos y expiró.
La enfermedad que le quitó la vida fue el amor, sin otro achaque ni accidente alguno. Y el modo fue que el poder divino suspendió el concurso milagroso con que la conservaba las fuerzas naturales para que no se resolviesen con el ardor y fuego sensible que la causaba el amor divino, y cesando este milagro hizo su efecto y la consumió el húmido radical del corazón y con él faltó la vida natural.
Pasó aquella purísima alma desde su virginal cuerpo a la diestra y trono de su Hijo
santísimo, donde en un instante fue colocada con inmensa gloria. Y luego se comenzó a sentir que la música de los Ángeles se alejaba por la región del aire, porque toda aquella procesión de Ángeles y Santos, acompañando a su Rey y a la Reina, caminaron al cielo empíreo.
El sagrado cuerpo de María santísima, que había sido templo y sagrario de Dios vivo, quedó lleno de luz y resplandor y despidiendo de sí tan admirable y nueva fragancia que todos los circunstantes eran llenos de suavidad interior y exterior.
Los mil Ángeles de la custodia de María santísima quedaron guardando el tesoro inestimable de su virginal cuerpo. Los Apóstoles y discípulos, entre lágrimas de dolor y júbilo de las maravillas que veían, quedaron como absortos por algún espacio y luego cantaron muchos himnos y salmos en obsequio de María santísima ya difunta.
Sucedió este glorioso tránsito de la gran Reina del mundo, viernes a las tres de la tarde, a la misma hora que el de su Hijo santísimo, a trece días del mes de agosto y a los setenta años de su edad, menos los veintiséis días que hay de trece de agosto en que murió hasta ocho de septiembre en que nació y cumpliera los setenta años.
Después de la muerte de Cristo nuestro Salvador, sobrevivió la divina Madre en el mundo veinte y un años, cuatro meses y diez y nueve días; y de su virgíneo parto, eran el año de cincuenta y cinco. El cómputo se hará fácilmente de esta manera: «Cuando nació Cristo nuestro Salvador tenía su Madre Virgen quince años, tres meses y diez y siete días. Vivió el Señor treinta y tres años y tres meses, de manera que al tiempo de su sagrada pasión estaba María santísima en cuarenta y ocho anos, seis meses y diez y siete días; añadiendo a estos, otros veinte y un años, cuatro meses y diez y nueve días, hacen los setenta años menos veinte y cinco o seis días».
Sucedieron grandes maravillas y prodigios en esta preciosa muerte de la Reina. Porque se eclipsó el sol, como arriba dije (Cf. supra n. 706), y en señal de luto escondió su luz por algunas horas. A la casa del Cenáculo concurrieron muchas aves de diversos géneros y con tristes cantos y gemidos estuvieron algún tiempo clamoreando y moviendo a llanto a cuantos las oían. Conmovióse toda Jerusalén, y admirados concurrían muchos confesando a voces el poder de Dios y la grandeza de sus obras; otros estaban atónitos y como fuera de sí. Los Apóstoles y discípulos con otros fieles se deshacían en lágrimas y suspiros. Acudieron muchos enfermos y todos fueron sanos. Salieron del purgatorio las almas que en él estaban. Y la mayor maravilla fue que, en expirando María santísima, en la misma hora tres personas expiraron también, un hombre en Jerusalén y dos mujeres muy vecinas del Cenáculo; y murieron en pecado sin penitencia, con que se condenaban, pero llegando su causa al tribunal de Cristo pidió misericordia para ellos la dulcísima Madre y fueron restituidos a la vida, y después la mejoraron de manera que murieron en gracia y se salvaron. Este privilegio no fue general para otros que en aquel día murieron en el mundo, sino para aquellos tres que concurrieron a la misma hora en Jerusalén. De lo que sucedió en el cielo y cuán festivo fue este día en la Jerusalén triunfante, diré en otro capítulo, porque no lo mezclemos con el luto de los mortales.
Doctrina que me dio la gran Reina del cielo María santísima.
Hija mía, sobre lo que has entendido y escrito de mi glorioso tránsito, quiero declararte otro privilegio que me concedió mi Hijo santísimo en aquella hora.
Ya dejas escrito (CF. supra n. 739) cómo Su Majestad dejó a mi elección si quería admitir el morir o pasar sin este trabajo a la visión beatífica y eterna. Y si yo rehusara la muerte, sin duda me lo concediera el Altísimo, porque como en mí no tuvo parte el pecado, tampoco la tuviera la pena que fue la muerte. Como también fuera lo mismo en mi Hijo santísimo, y con mayor título, si Él no se cargara de satisfacer a la divina Justicia por los hombres, por medio de su pasión y muerte.
Esta elegí yo de voluntad para imitarle y seguirle, como lo hice en sentir su dolorosa pasión; y porque, habiendo yo visto morir a mi Hijo y a mi Dios verdadero, si rehusara yo la muerte no satisficiera al amor que le debía y dejara un gran vacío en la similitud y conformidad que yo deseaba con el mismo Señor humanado, y Su Majestad quería que yo tuviese en todo similitud con su humanidad santísima; y como yo no pudiera desde entonces recompensar este defecto, no tuviera mi alma la plenitud de gozo que tengo de haber muerto como murió mi Dios y Señor.
Por esto le fue tan agradable que yo eligiese el morir, y se obligó tanto su dignación en mi prudencia y amor que en retorno me hizo luego un singular favor para los hijos de la Iglesia, conforme a mis deseos. Este fue, que todos mis devotos que le llamaren en la muerte, interponiéndome por su abogada para que les socorra, en memoria de mi dichoso tránsito y por la voluntad con que quise morir para imitarle estén debajo de mi especial protección en aquella hora, para que yo los defienda del demonio y los asista y ampare y al fin los presente en el tribunal de su misericordia y en él interceda por ellos.
Para todo esto me concedió nueva potestad y comisión y el mismo Señor me prometió que les daría grandes auxilios de su gracia para morir bien, y para vivir con mayor pureza, si antes me invocaban, venerando este misterio de mi preciosa muerte. Y así quiero, hija mía, que desde hoy con íntimo afecto y devoción hagas continuamente memoria de ella y bendigas, magnifiques y alabes al Omnipotente, que conmigo quiso obrar tan venerables maravillas en beneficio mío y de los mortales. Con este cuidado obligarás al mismo Señor y a mí para que en aquella última hora te amparemos.
Y porque a la vida sigue la muerte y ordinariamente se corresponden, por esto el
fiador más seguro de la buena muerte es la buena vida, y en ella despegarse el corazón y sacudirse del amor terreno, que en aquella última hora aflige y oprime al alma y le sirve de fuertes cadenas para que no tenga entera libertad, ni se levante sobre aquello que ha tenido amor en su vida.
Oh hija mía, ¡qué diferentemente entienden esta verdad los mortales y cuán al contrario obran! Dales el Señor la vida para que en ella se desocupen de los efectos del pecado original para no sentirlos en la hora de la muerte, y los ignorantes y míseros hijos de Adán gastan toda esa vida en cargarse de nuevos embarazos y prisiones, para morir cautivos de sus pasiones y debajo del dominio de su tirano enemigo.
Yo no tuve parte en la culpa original, ni sobre mis potencias tenían derecho alguno sus malos efectos, y con todo eso viví ajustadísima, pobre, santa y perfecta, sin afición a cosa terrena; y esta libertad santa experimenté bien en la hora de mi muerte.
Advierte, pues, hija mía, y atiende a este vivo ejemplo y desocupa tu corazón más y más cada día, de manera que con los años te halles más libre, expedita y sin afición de cosa visible para cuando el Esposo te llamare a las bodas y no sea necesario que vayas a buscar entonces la libertad y prudencia que no hallarás.
“Ana Catalina Emmerick fue testigo igualmente de los episodios bíblicos que aquí se recogen, desde el principio de los tiempos hasta su final”.

El Vía Crucis de María en Éfeso. Visita a Jerusalén
Por Cari Filii -miércoles, 4 de abril 2018
En las cercanías de su vivienda había dispuesto y ordenado María Santísima las estaciones del Vía Crucis. La vi al principio ir sola por las estaciones de este camino midiendo los pasos dados por su divino Hijo, que tenía anotados desde Jerusalén. Según los pasos que contaba, señalaba el lugar con una piedra y sobre esta piedra la vi escribir lo sucedido en la Pasión del Señor y anotar el número de pasos hasta este lugar. Si encontraba un árbol en el camino, señalaba el paso de la Pasión en el árbol mismo. Había señalado doce estaciones. El camino llevaba al final a un matorral y el santo sepulcro estaba señalado en una gruta. Cuando hubo señalado estas doce estaciones, vi a la Virgen María, silenciosa, recorrer con su fiel criada esos pasos de la Pasión del Señor, meditando y orando. Cuando llegaban a una estación, se detenían, meditaban el misterio de la estación y oraban.
Poco a poco este Vía Crucis fue mejorado y arreglado y Juan hizo poner mejor las piedras recordatorias con sus inscripciones. La gruta también fue agrandada, adornada convenientemente y transformada en lugar de oración. Las piedras estaban en parte enterradas en el suelo, cubiertas de vegetación y de flores y cercadas. Eran de mármol blanco liso. No he podido medir el grueso de esas piedras por las plantas que cubrían la parte inferior.

Los que hacían el Vía Crucis llevaban un asta con una cruz como de un pie de alto; clavaban el asta en una hendidura de la piedra y se postraban delante para rezar, si es que no se echaban de cara al suelo, meditando y orando. Las sendas en torno de las piedras eran bastante anchas, pues podían ir por ellas dos personas a la vez. Conté doce de estas piedras, las cuales, terminado el acto, se cubrían con una estera. Las piedras eran más o menos iguales y en los lados tenían letras hebreas; los lugares donde estaban las piedras eran de diversas dimensiones. La estación primera, el Getsemaní, la formaba un vallecito con una pequeña cueva donde podían estar arrodilladas varías personas. La estación del Calvario no estaba en la gruta, sino en una colina. Para ir al sepulcro se pasaba la colina; luego al otro lado de la piedra recordatoria, en una hondonada y al pie de la colina, la gruta del sepulcro, donde María Santísima fue colocada más tarde. Creo que esta gruta existe todavía bajo los escombros y que un día ha de ser descubierta.
Cuando la Virgen hacía el Vía Crucis llevaba un sobrevestido que llegaba en pliegues hasta los pies. Se ponía sobre los hombros y se cerraba debajo del cuello con un broche. Llevaba un cinturón y cubría así el vestido interior. Me parece que era un vestido de grandes solemnidades, al uso de los judíos, porque lo he visto usado también por Ana en algunas ocasiones. Sus cabellos estaban ocultos en una especie de gorro de color amarillo, que llegaba hasta la frente y caía detrás con sus pliegues recogidos. Un velo negro de tela fina le llegaba hasta los hombros. En esta forma la he visto recorrer el camino de la Pasión. Había llevado este vestido en la crucifixión de Jesús, oculto bajo el vestido de luto que la cubría, y ahora se lo vuelve a poner todas las veces que hace el Vía Crucis. En casa se pone este vestido para los quehaceres diarios.
La Virgen María tenía ya mucha edad, pero no llevaba otras señales de vejez que un ansia grande que la transformaba y la espiritualizaba cada vez más. Estaba de ordinario seria, de modo que nunca la vi riendo. Cuando más avanzaba en edad se volvía más transparente, se esclarecía su rostro. No tenía arrugas en la cara ni en la frente, aunque aparecía demacrada; ni señales de decrepitud: era como un espíritu en su modo de ser. He visto una vez a la Virgen haciendo el Vía Crucis con otras cinco mujeres. Ella precedía; me pareció muy débil, blanca y como traslúcida. Era conmovedor ver ese rostro angelical. Me pareció que hacía este camino de la Pasión por última vez.
(…)
Cuando la Virgen María hubo vivido tres años en el retiro de Éfeso sintió gran deseo de ver los lugares santos de Jerusalén. Juan y Pedro la condujeron a esa ciudad. Estaban reunidos allí varios apóstoles: recuerdo haber visto a Tomás. Creo que era un concilio. María les ayudaba con sus consejos.
A su llegada la he visto, al anochecer, antes de entrar en la ciudad, ir al Huerto de los Olivos, al Calvario, al santo sepulcro y visitar los santos lugares de Jerusalén. La madre de Dios estaba tan angustiada y desfallecida, que apenas podía ya andar. Pedro y Juan la sostenían por momentos.
Un año y medio antes de su muerte la he visto de nuevo visitar los lugares santos de Jerusalén. Estaba entonces muy triste y suspiraba siempre, diciendo: «¡Oh, Hijo mío! ¡Oh, Hijo mío!»… Cuando llegó a aquella puerta donde cayó Jesús con la cruz, se sintió tan agobiada, que cayó en desmayo. Creyeron los acompañantes que iba a morir, y la llevaron al Cenáculo, que aún existía, y allí vivió algún tiempo en la pieza junto al Cenáculo.
María estuvo varios días tan débil y postrada que se creía que iba a morir; por eso se pensó en prepararle un sepulcro. María misma eligió una cueva en el Huerto de los Olivos y los apóstoles le prepararon un hermoso sepulcro por medio de un trabajador cristiano. Algunos pensaron que había ya muerto. Así se esparció la noticia de su muerte también en el extranjero.
Pero la Virgen cobró nuevas fuerzas, de modo que pudo emprender el viaje de vuelta a Éfeso. Murió allí después de año y medio de su llegada. El sepulcro preparado en el huerto fue tenido en honor, y más tarde se edificó una iglesia sobre él. San Juan Damasceno, así se me dijo en visión, escribió, según había oído decir, que murió en Jerusalén y fue sepultada allí mismo.
He visto que fue voluntad de Dios dejar inciertos la muerte, el lugar de su sepultura y su Asunción a los cielos en aquellos tiempos primitivos de creencias incipientes, para no dar motivo a que hicieran de la Madre de Dios una diosa, como había tantas en las mitologías paganas.

Llegada de los apóstoles para la muerte de María Santísima
Cuando la Virgen María sintió acercarse su fin sobre la Tierra llamó en oración, según se lo había encargado Jesús, a los apóstoles junto a su lecho. Tenía ahora sesenta y tres años de edad. Cuando nació Jesús tenía solo quince años.
Antes de su Ascensión, Jesús había enseñado a María, en la casa de Lázaro en Betania, cómo debía llamar a los apóstoles junto a sí y darles su última bendición que debía serles de gran provecho. Le encargó también diversos trabajos espirituales, cumplidos los cuales debían verse satisfechos sus vehementes deseos de reunirse con Jesús en el Cielo. En esa ocasión Jesús había mandado a Magdalena que viviera en soledad allá donde la llevarían y a Marta que viviera en una comunidad de mujeres. Él, Jesús, estaría siempre con ellas.
Mediante la oración de María, los ángeles recibieron el encargo de avisar a los apóstoles dispersos que se reunieran en Éfeso junto a la Virgen. He visto que los apóstoles tenían erigidas en todas partes pequeñas iglesias provisionales de maderas entrelazadas o chozas de barro blanqueadas, hechas en la forma como veo la casa de María y su oratorio, es decir, por detrás terminadas en triángulo. Tenían altares para los divinos oficios.
Los largos viajes que hicieron no fueron sin especial ayuda de Dios. Aunque ellos no lo sabían explicar, yo veía que muchas veces hacían viajes imposibles sin ayuda sobrenatural. Los he visto muchas veces caminar entre multitud de paganos sin ser vistos por ellos. Los prodigios que he visto obrar en sus misiones se me presentan a veces algo diferentes de lo que se sabe por los libros que los narran. Obraban en todas partes según las necesidades de los diversos pueblos. Los he visto llevar huesos de los profetas o de algunos primeros mártires y tenerlos delante de sí en la oración y en la celebración de los oficios divinos.
Pedro estaba, cuando fue avisado de ir a Éfeso, con otro apóstol en Antioquía. Andrés, que había estado hacía poco en Jerusalén, donde fue perseguido, no estaba lejos de Pedro. He visto a Pedro y a Andrés en varios lugares, de camino, no lejos uno del otro. Descansaban de noche en lugares abiertos de los países cálidos. Pedro estaba recostado junto a una pared cuando vi venir al ángel, que le tendió de la mano y le dijo que se levantase y partiese a donde estaba la Virgen esperándole y que en el camino encontraría a Andrés, su hermano. Pedro, que ya era de edad y postrado por los trabajos, se enderezó sobre sus rodillas, apoyándose en las manos y escuchó al ángel que le hablaba. Luego se puso de pie, se echó el manto encima, tomó su bastón y se encaminó hacia afuera. Pronto se encontró con su hermano Andrés, que había tenido la misma visión.
De camino encontraron a Tadeo, quien dijo haber recibido también aviso del ángel. Así llegaron a Éfeso, donde hallaron a Juan. Judas Tadeo y Simón se encontraban en Persia cuando recibieron el aviso del ángel.
El apóstol Tomás era de pequeña estatura y de barba rojiza; estaba más lejos que todos, y llegó después de la muerte de María. Cuando el ángel le avisó, estaba el apóstol orando en una choza de barro y caña. Con un compañero muy sencillo lo he visto navegando los mares en una pequeña embarcación. Luego atravesó la comarca, sin entrar en ciudad alguna. Venía un discípulo con él. Tomás estaba en la India cuando recibió el aviso. Se había propuesto, antes de recibir el aviso, penetrar en Tartaria, y no podía resolverse a dejar su proyecto. Tenía el carácter de querer hacer siempre demasiado y así llegaba a veces tarde. Se internó más al norte, a través de China, en las comarcas de Rusia. Aquí le alcanzó el segundo aviso y entonces se dirigió a Éfeso. El criado que tenía consigo era un tártaro, a quien había bautizado. Tomás no volvió a Tartaria después de la muerte de María. Fue traspasado por una lanza en la India, a donde había vuelto. He visto que en estas comarcas levantó una piedra de recuerdo. Sobre ella había orado de rodillas, dejando la impresión encima. Dijo que cuando el mar llegase hasta esa piedra vendría otro misionero a predicar aquí la fe (San Francisco Javier).
Juan había estado hacía poco en Jericó, pues iba con cierta frecuencia a Tierra Santa, aunque vivía de ordinario en Éfeso y en los alrededores.
A Bartolomé lo he visto en Oriente, en Asia. Era un hombre de bello aspecto y muy arriesgado. Su rostro era blanco; tenía la frente ancha, ojos grandes, cabellos negros y encrespados y barba partida en dos. Había convertido a un rey y a su familia cuando recibió el aviso. Cuando volvió a ese país, fue martirizado por un hermano del rey convertido.
El apóstol Pablo no fue llamado, pues lo fueron sólo aquellos que habían conocido o eran parientes de la Sagrada Familia.
Pedro, Andrés y Juan fueron los primeros en llegar a la casa de la Virgen María, la cual, próxima ya a la muerte, estaba tendida en el lecho de su celda. He visto que la criada de María se afligía: en un rincón y aun delante de la casa se echaba de cara al suelo, orando con gran aflicción y tristeza.

He visto acudir a dos parientes próximos de María y a cinco discípulos. Todos parecían muy cansados. Tenían bastones de viaje. Estos discípulos llevaban debajo del manto con capucha la vestidura blanca de sacerdotes, cerrada por delante con cuerdas de cuero, formando rodetes como botones. Las capas y estas vestiduras sacerdotales eran recogidas hacia arriba cuando estaban de viaje. Algunos traían bolsos colgados de la cintura. Al encontrarse se abrazaron con mucho afecto. Algunos lloraban de alegría y de emoción al verse reunidos otra vez.
Al entrar dejaban sus capas, bastones, bolsos y cinturones; sus largas vestiduras blancas les caían en pliegues hasta los pies. Ahora se ponen un cinturón ancho que tiene letras hebreas bordadas. Luego se acercaron con reverencia al lecho de María para saludarla. La Virgen pudo decir pocas palabras. No he visto a estos viajeros tomar otro alimento que un líquido que bebían en recipientes que llevaban consigo. No dormían en la casa, sino afuera, en tiendas que se improvisaban junto a las paredes exteriores de la misma casa, con telas, mimbres y maderas entrelazadas y cubiertas con esteras.
He visto que los primeros en llegar arreglaron, en la parte anterior de la casa, un lugar para celebrar la Misa y orar. Se preparó un altar con tela roja y encima otra blanca donde colocaron un crucifijo que parecía de madreperla. La cruz era como la de Malta. Esta cruz era como un relicario, pues se podía abrir y tenía cinco compartimentos en forma de la misma cruz. En uno, el del medio, estaba el Santísimo Sacramento; en los otros estaban dispuestos el crisma, el aceite, el algodón y la sal. Era de apenas un palmo de largo y lo llevaban los apóstoles en sus viajes colgado del cuello.

Con este recipiente trajo Pedro la comunión a María. Los demás apóstoles y discípulos se dispusieron en dos hileras desde el altar hasta el lecho de la Virgen y se inclinaron profundamente al paso del Santísimo Sacramento. El altar, donde se veía también un atril con rollos de las Escrituras, no estaba en el medio de la sala, sino al lado derecho de la pieza, y era removido al dejar de usarse.
Cuando los apóstoles se reunieron para despedirse, se había removido el tabique de separación. Los apóstoles llevaban sus largas vestiduras blancas con el ancho cinturón con letras. Los discípulos y las santas mujeres estaban alineados a los lados. He visto que la Virgen María estaba en su lecho sentada, y que cada apóstol venía y se arrodillaba, y que María oraba, y con las manos cruzadas sobre la cabeza, los bendecía. Lo mismo hizo con los discípulos y las santas mujeres. Una, que se inclinó mucho sobre ella, fue abrazada. Cuando se acercó Pedro, he visto que tenía un rollo de Escritura en las manos. Habló la Virgen María a todos, en general; y esto lo hizo según lo que le había mandado Jesús en Betania. He visto también que dijo a Juan cómo debían hacer con su cuerpo y que debía repartir los vestidos que quedaban a la criada y a las otras mujeres que a veces venían a ayudarla. Señaló hacia el armario; he visto que la criada fue allá, abrió y volvió a cerrar.

¿PORQUE TANTA ALEGRÍA?
¡POR LA ASUNCIÓN DE MARÍA!
En el cielo se escuchan voces que te cantan
Diciéndote Bienvenida Mujer de Fe,
Madre y primer Santuario del Señor,
Dichosa tu Mujer entre todas las mujeres.
Ángeles y querubines van a tu encuentro,
Sube Bella flor a los cielos, a la casa de Dios,
Que a tu encuentro sale el Hijo del Redentor,
Que con toda su Majestad sale con brazos abiertos a recibir a La más Bella Flor.
Junto a los Apóstoles me encuentro, viendo con regocijo el encuentro con Tu Amado, no te vas, te quedas con nosotros, siendo el reflejo vivo de la Omnipotencia de nuestro amado Padre.
Puente seguro ante las vicisitudes de la vida,
Refugio seguro en los momentos de soledad,
Luz que iluminas con la majestad del amor divino.
Por tu anonadamiento eres alzada, Joven Virgen,
Coronada en los cielos, y venerada en la tierra,
que ilumina el alma de quien pide tu intercesión.
El amor que te precede, hiela los corazones vulgares y arranca los malos brotes del corazón.
Todo el que se detenga a contemplarte, se convertirá en una noble criatura que refleja el amor de Dios.
Subes hasta el Cielo, como medianera de bendición, prenda sagrada de nuestra gloria, y desde el cielo acompáñanos, con tu amor materno para un día llegar a la presencia de Tu Hijo Jesucristo.
Mientras llega ese día, acá en la tierra jubilosos decimos:
¿PORQUE TANTA ALEGRÍA?
¡POR LA ASUNCIÓN DE MARÍA!
